domingo, 29 de noviembre de 2009

Límites

Si el Estado español quisiese limitar en su territorio la libre circulación de personas, mercancías o capitales, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea declararía la disposición contraria al Derecho comunitario y, por tanto, nula. Así sería también si la norma limitativa fuese aprobada por referéndum, incluso si se incluyese en la Constitución.

El Estado español únicamente podría intentar convencer a la Unión Europea de cambiar los tratados o denunciar éstos, abandonando la Unión (y aceptando, claro está, las consecuencias). ¿Por qué? Sencillamente porque ha aceptado, al incorporarse a la Unión, unas limitaciones a su soberanía.

Si las Cortes Generales aprueban una ley orgánica restableciendo la pena de muerte para los culpables de maltrato de género o de descargas ilegales (lo que deben haber considerado seriamente en algunos Ministerios), el Tribunal Constitucional la declarará contraria a la Constitución y, por tanto, nula. Así será incluso si se somete a referéndum (y es aprobada), ya que la pena de muerte está prohibida por la Constitución (salvo en tiempo de guerra).

La única vía para aprobar una ley de estas características sería la modificación de la Constitución que, en este caso, al afectar a un derecho fundamental, requeriría un procedimiento especial, que exige la disolución de las Cortes, nuevas elecciones, la aprobación de la reforma constitucional y el referéndum. ¿Por qué? Sencillamente, porque la Constitución es la norma fundamental de la organización política y jurídica del Estado e impone unas limitaciones incluso a los órganos que ejercen la soberanía.

Los nacionalistas sostienen que el Tribunal Constitucional no puede declarar la inconstitucionalidad de un Estatuto de Autonomía (mejor, del Estatuto de Autonomía de Cataluña) porque ha sido aprobado en referéndum. Los ejemplos anteriores, particularmente el segundo, que plantea la hipótesis de una leu orgánica aprobada en referéndum, muestran la falsedad de esta tesis.

La razón es fácilmente comprensible para cualquiera que acepte razonar: la Constitución española es la norma que crea y regula tanto los Estatutos de Autonomía como los referéndos. Cualquier cosa que se quiera aprobar por estas vías debe someterse a la Constitución, incluso la reforma de la propia Constitución. Otra cosa supone destruir el fundamento mismo sobre el que se pretende edificar. Supone salirse del sistema político jurídico que se asienta en la Constitución.

Los nacionalistas que sostienen que el Tribunal Constitucional no puede declarar la inconstitucionalidad del Estatuto porque ha sido aprobado en referéndum, como Jordi Barbeta en "La Vanguardia" de hoy, pretenden, sencillamente, que la legitimidad del referéndum que aprobó el Estatuto es superior a la legitimidad de la Constitución. lo que supone poner el carro delante de los bueyes, ya que el artículo 1 del Estatuto mismo apela a la Constitución como fuente de legitimidad.


Esta confusión se debe a que, previamente, los nacionalistas han abandonado la realidad, sustituyéndola por sus propios deseos. Primero, creen, pese a la fría estadística (v. en este blog "Cataluña, ¿una nación? y el sitio web del Idescat ) que Cataluña es una nación. Y, en segundo lugar, creen que una nación tiene un derecho natural a la soberanía que precede a cualquier otro derecho, ya venga reconocido por la ley natural (?) ya por el derecho positivo lo que, evidentemente, no está reconocido en ninguna norma.

La pretensión de que el referéndum que aprobó el Estatuto excluya el control de constitucionalidad del mismo es, pues, no sólo absurda, sino que constituye un atentado directo contra el Estado de Derecho. Si se acepta que el Estatuto puede vulnerar la Constitución (porque nadie puede declarar y corregir tal vulneración, si se produce), es forzoso aceptar que cualquier actuación basada en la misma legitimidad prevalece sobre la Constitución y sobre todo el sistema jurídico asentado en ella. Una declaración unilateral de independencia, por ejemplo. O el terrorismo.

En efecto, el terrorismo de ETA (como, en su día, el de Terra Lliure) se ampara en la afirmación de que la legitimidad de los separatistas es anterior y superior a la Constitución y al Estado que regula. En consecuencia, es el Estado el agresor y, por tanto, es legítimo oponerse a él con la violencia.

No digo que los nacionalistas sean terroristas (aunque sin duda ETA es nacionalista). Digo, simplemente, que su argumentación, la misma que están utilizando para negar al Tribunal Constitucional legitimidad para controlar la constitucionalidad del Estatuto, conduce a defender el terrorismo. Que cada cual saque sus propias conclusiones.

sábado, 28 de noviembre de 2009

Excomunión

Tal vez los obispos tengan razón, desde el punto de vista de sus doctrinas, para negar la comunión a los parlamentarios que apoyen la reforma de la ley del aborto.

Pero uno, que ya tiene sus años, recuerda a Pinochet comulgando devotamente, sin que ningún obispo cuestionase su aptitud para hacerlo. Tampoco a Franco se le denegó nunca la comunión, al contrario, entraba en las catedrales bajo palio. Y no creo que nadie ignore que tanto Pinochet como Franco mataron lo suyo. ¿Acaso no se oponen los obispos al aborto en defensa de la vida?

Tampoco recuerdo que la Iglesia católica haya negado nunca la comunión a los etarras o a los curas que les protegían y ayudaban. Y, que yo sepa, ETA ha matado mucho y, a poco que pueda, seguirá haciéndolo.

La Iglesia católica o mejor, la jerarquía católica haría bien comenzando un severo examen de conciencia, a partir de las enseñanzas de Jesús de Nazaret, a quien afirman seguir. Comparando, en primer lugar, si la doctrina que enseñan los Papas y los obispos se adecúa a esas enseñanzas y, después, si la conducta de quienes han dirigido y dirigen la Iglesia se adapta a ellas. En mis tiempos se decía que Dios no hacía acepción de personas, pero parece que la valoración de los pecados atiende mucho a la ideología del pecador y éso es acepción de personas.

Pero, volviendo a la Ley del aborto, hay que recordar qué se discute. Se modifican las condiciones en que se puede provocar la interrupción del embarazo sin que ello constituya un delito sancionado por el Código Penal. Actualmente la ley lo admite en determinadas circunstancias que dejan un amplio margen para la valoración subjetiva (y para las triquiñuelas legales). La nueva ley pretende establecer un sistema de plazos, de forma que el aborto ocasionado antes de que se cumpla un determinado tiempo de embarazo sería legal y el causado después, delictivo.

Los obispos hacen oir sus voces con ocasión de la tramitación de la nueva ley, pero evitan definirse acerca de la materia tratada: no dicen qué ha de castigarse en vía penal como delito, aunque ésa sea la cuestión planteada en las Cortes. Por ello habría que pedirles que se definan: ¿condenan sólo la nueva ley, con su sistema de plazos, o también la antigua?

La pregunta tiene trascendencia. El Partido Popular defiende el mantenimiento de la norma actualmente vigente, es decir, de la licitud del aborto en determinadas circunstancias. A lo mejor, los obispos tendrían que negar la comunión a todos aquellos diputados que admiten que el aborto pueda ser lícito, aunque sea en determinadas circunstancias. Es decir, a lo mejor tendrían que negar la comunión a los diputados y senadores del PP, a no ser que presenten una enmienda a la ley para que el aborto constituya delito en todo caso.

Si así lo hacen, serán al menos consecuentes y no incurrirán en acepción de personas: mantener una ley contraria a la doctrina de la Iglesia debería ser tan inmoral y pecaminoso como aprobar una ley, distinta, pero igualmente opuesta a esa doctrina. Pero oponerse sólo a la reforma resulta útil para no molestar al Partido Popular, que tan útil resulta para monseñor Rouco y sus hermanos en el episcopado.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Editorial conjunto

El Tribunal Constitucional ha demostrado sobradamente su politización. Se acepta sin cuestionarlo que sus magistrados han sido nombrados por su afinidad a los partidos políticos que los propusieron. Su Presidenta ha utilizado sus poderes para procurar obstruir una sentencia que no le interesa (que no interesa al partido que la designó) y lograr una más favorable desde el punto de vista estrictamente político, no jurídico.

Todas las formaciones políticas han hecho lo posible para influir en la sentencia del Tribunal Constitucional acerca del Estatuto de Autonomía de Cataluña. La excepción, el Partido Popular, que pide respeto al Tribunal que él nunca ha respetado (¿quién ha bloqueado la renovación de los magistrados?) porque entiende que le interesa.

El Presidente de la Generalidad de Cataluña ha protagonizado alguna de las últimas manifestaciones dirigidas a orientar la decisión del Tribunal Constitucional hacia una sentencia favorable a los intereses electorales de la formación que lidera. No se diferencia en ésto de la actuación de la oposición, salvo en que su acción se reviste del carácter institucional que implica su cargo. En definitiva, la Generalidad está intentando influir en una instancia que, teóricamente, debiera ser neutral, vinculada sólo por la Constitución.

Ahora, el editorial conjunto de doce periódicos catalanes se ha unido a las presiones. Porque su finalidad es, claramente, presionar al Tribunal para que emita una sentencia favorable a las posiciones políticas que defienden estos periódicos.

Pues bien, que nadie vuelva a quejarse de la politización del Tribunal Constitucional o de cualquier otro órgano jurisdiccional. Quien intenta influir en el Tribunal para obtener una sentencia favorable a sus posiciones políticas, fuera de la intervención formal en el proceso constitucional se descalifica para exigirle neutralidad política. Entre todos han convertido la justicia constitucional en un zoco: que nadie se queje si se compra y se vende, se regatea y hasta se engaña. Ésto es lo normal en un mercadillo, aunque no lo sea en un tribunal.

Pero el contenido del editorial es también discutible. Si acusa de posiciones irreductibles a los magistrados "conservadores", ¿acaso no son también irreductibles las que defienden los editorialistas? ¿Aceptan acaso alguna posibilidad de estar errados? No, estamos en la dialéctica de la verdad contra el error, como en las Cruzadas, en la Inquisición.

Los pactos de la transición, que cualquiera diría se plasmaron precisamente en la Constitución que debiera aplicar el Tribunal Constitucional (y que todos se han puesto de acuerdo para que no aplique, dando preferencia a sus intereses) fueron deliberadamente ambiguos, para permitir el acuerdo. En consecuencia, se dejó su concreción para más adelante, a través de la actuación del Tribunal. No cabe, pues, pretender que se infringen esos pactos porque la interpretación de la Constitución sea distinta de la que uno querría.

Y es cierto que hay preocupación en Cataluña, y es preciso que toda España lo sepa. En particular, que lo sepan los políticos catalanes, en el gobierno y en la oposición: los ciudadanos de Cataluña están preocupados por la economía, por sus empleos, por la corrupción, por la seguridad. No les preocupa ningún artículo del Estatuto.

Porque, ¿acaso alguien sabe en qué se concretan las críticas al Estatuto que contiene el recurso interpuesto por el PP? Y, ¿supone la eliminación de los preceptos recurridos una disminución real de la capacidad de las instituciones catalanas para desarrollar una política que beneficie a los ciudadanos de este país?¿o sólo supone la posibilidad de un quebranto electoral para los políticos catalanes?

Que el preámbulo del Estatuto contenga o no la palabra nación, ¿puede impedir el funcionamiento de la sanidad, de la educación, de los servicios públicos que presta la Generalidad? Que no se consagre la obligación de conocer la lengua catalana, ¿modificará en un ápice la política lingüística de la Generalidad?

Como escribe Francesc de Carreras, el recurso afecta sólo, en realidad, a los intereses electorales de los políticos que sufrimos en Cataluña. El tripartito, que abrió la caja de Pandora de la reforma estatutaria para conseguir de una tacada superar al pujolismo, sin necesidad de desarrollar mejores políticas, ve peligrar su logro fundamental. CiU, que acudió rauda a la subasta al alza de competencias y declaraciones altisonantes, quiere ahora, como entonces, capitalizar el descontento. Todos, maniobran persiguiendo sus propios intereses, dejando a los ciudadanos como convidados de piedra en este que, si no fuera porque afecta a nuestros bolsillos y a nuestros derechos, podríamos calificar de sainete.

Lo peor de todo es que dicen que cada país tiene los políticos que se merece. ¿Qué habremos hecho para merecer ésto?

martes, 24 de noviembre de 2009

Cataluña, ¿una nación?

Un lector llamado Xavier Botet defiende en una carta a "La Vanguardia" que Cataluña es una nación.

Cita, para aclarar el concepto de nación, la definición del diccionario de la Real Academia Española, cuya tercera acepción dice así: Conjunto de personas de un mismo origen y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común.

La encuesta de usos lingüísticos del Idescat (Instituto de Estadística de Cataluña, dependiente de la Generalidad) nos dice que hablan catalán el 37 % de los habitantes de Cataluña; castellano, el 46 % y ambas lenguas indistintamente, el 12 %; el resto, hablan diversas lenguas (los datos son aproximadamente los mismos para lengua habitual y lengua de identificación; para la lengua inicial, la población de habla catalana desciende al 31% y la de lengua castellana asciende al 55%).

Es evidente que, según la definición que asume el Sr. Botet, Cataluña no es una nación, ya que su población habla dos lenguas diferentes y, mayoritariamente, se decanta por aquélla que comparte con otras zonas del Estado (si asignamos el 12% de bilingües por mitades a los grupos de hablantes de catalán y de castellano, éstos superan el 50 % de la población).

Pero el Sr. Botet y los que piensan como él pueden afirmar que sólo forman Cataluña los catalanoparlantes; que los castellanoparlantes, los charnegos, somos y seremos siempre extranjeros, salvo que renunciemos a nuestra lengua y adoptemos la suya. Le acepto el argumento, siempre que no extraiga consecuencias políticas de ese carácter de nación de los catalanoparlantes: imponer cualquier medida ignorando a la mayoría de la población resulta totalmente antidemocrático.

Aun cabe un tercer planteamiento, y el Sr. Botet lo menciona de pasada en su carta. Cataluña sería una nación porque históricamente sus habitantes compartían una lengua y una cultura, pese a que en la actualidad no sea así. Esta solución es, como la anterior, antidemocrática, ya que atribuiría a los muertos más derechos que a los vivos para configurar la sociedad en la que, por definición, sólo estos últimos han de vivir.

Pero, además, si los habitantes de la Cataluña del siglo XXI están vinculados por lo que sucedió en, pongamos, el siglo XVII, o el siglo XII, ¿por qué no pasaría lo mismo con éstos? Antes que el catalán, en esta zona geográfica se habló el latín, y antes las lenguas ibéricas, que hoy se desconocen. ¿Por qué los habitantes de la Cataluña del siglo X tendrían derecho a abandonar la lengua de sus ancestros y los del siglo XXI no?

Por tanto, creo que lo mejor es olvidar el concepto de nación como fundamento de la organización política. Los ciudadanos que hoy vivimos en Cataluña hemos de construir una sociedad y unas instituciones en las que quepamos todos, democráticamente y sin imposiciones basadas, en el fondo, no en la realidad (la estadística citada es concluyente), sino en los sentimientos (los nacionalistas pretenden, en último término, justificar la imposición de una sociedad que satisfaga sus sentimientos, prescindiendo de los sentimientos de los otros).

¿Y España? Pues, lo mismo. No construyamos desde los sentimientos de unos, imponiéndolos a los demás. Tratemos de hacer un país en que todos podamos vivir, atendiendo a la realidad, no a los sueños. Y, si realmente existe un deseo colectivo, mayoritario,de independiencia, real, no soñado, planteémoslo sensatamente. Pero nunca olvidemos la realidad, sustituyéndola por nuestros deseos.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Programa electoral

Artur Mas ha anunciado que el programa de CiU para las próximas elecciones incluirá, como medida estrella, la eliminación del Impuesto sobre Sucesiones, según informa "La Vanguardia" de hoy.

Lo primero que se debe señalar es que, puesto que el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones es un impuesto estatal, ni el Gobierno de la Generalidad ni el Parlamento catalán pueden eliminarlo. Por tanto, lo que debería anunciar el Sr. Mas es que, o bien solicitará de las Cortes Generales la supresión del impuesto, o bien reducirá los tipos o establecerá bonificaciones para algunas transmisiones mortis causa, que es lo que puede hacer el Parlamento de Cataluña.

No es lo mismo, claro, pero tratándose de un político, que en vez de decir una mentira se limite a enunciar una proposición inexacta supongo que ha de considerarse una conducta altamente meritoria.

Pero lo que no dice el Sr. Mas es cómo compensará la pérdida de ingresos que la supresión, de hecho o de derecho, del impuesto ocasionará para las arcas de la Generalidad. En el Presupuesto para 2009, el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones representa el 5,67 % de los ingresos tributarios de la Generalidad, lo que no es en absoluto despreciable.

Claro, hay que recordar que el Sr. Mas y la formación que lidera consideran que la nueva financiación es claramente insuficiente, por lo que es de suponer que, al menos en su opinión, el incremento de ingresos que pueda representar no compensará suficientemente la reducción derivada de la eliminación del impuesto.

Por supuesto, todo ésto son minucias, irrelevantes ante el objetivo de la formación política, que no es otro que ganar las elecciones y recuperar el poder. Lo que hagan una vez en el gobierno no tiene porqué tener ninguna relación con sus promesas electorales ni, por supuesto, con los intereses públicos.

Por otra parte, en un nacionalista que dirige una formación que se decanta por el soberanismo, sorprende que argumente su postura por el agravio comparativo que supone el mantenimiento del Impuesto sobre Sucesiones en Cataluña. ¿Acaso no es una clara demostración de política fiscal propia, independiente de la que realizan las restantes Comunidades Autónomas? ¿Acaso no es una notoria diferencia para una Cataluña obsesionada por el fet diferencial?

En cualquier caso, sea bienvenida una campaña electoral basada en promesas concretas, cuyo cumplimiento es de fácil constatación y que responden a demandas sociales (tal vez producto de una deficiente formación o información, pero reales), en vez de llamamientos emocionales a la defensa de esencias patrias de imposible definición.

sábado, 21 de noviembre de 2009

Objetivos

Según publica hoy "La Vanguardia", los Mossos d'Esquadra destinados a labores de control del tráfico solicitan que se eliminen los objetivos que tienen fijados, que atienden al número o importe de las multas impuestas.

Los objetivos cuantitativos se han considerado la panacea de todos los males de las Administraciones públicas, sobre todo por su aplicación en la empresa privada. Se alega que el sector privado es siempre más eficiente que el público y, por tanto, que éste ha de adoptar los sistemas de aquél, cuando no se propone directamente la privatización del servicio de que se trate.

Quienes así razonan olvidan algunos detalles: no hay empresas privadas encargadas de la gestión y control del tráfico rodado en una zona geográfica amplia, y no las hay porque no es una actividad directamente rentable. No es posible cobrar por la prestación del servicio de asegurar contra accidentes en el trayecto, ya que no es posible garantizar completamente la ausencia de accidentes.

Además, las empresas privadas han abandonado este tipo de gestión por objetivos, salvo en aquellas actividades en que la misma constituye el mejor sistema de medición de la eficacia. Al vendedor de un único producto se le puede incentivar en función de sus ventas, pero en cuanto intervienen otros factores, los objetivos dejan de ser claros y empiezan a provocar problemas.

El principal de estos problemas es que, al fijar un objetivo, se está diciendo qué se valora positivamente, pero también qué se valora negativamente o qué no se toma en consideración. Si el objetivo es el importe de las ventas, el mensaje puede ser que no importa si el precio aplazado se paga o no: el resultado es la concesión de hipotecas a ninjas (no income, no job, no assets) y la crisis económica que padecemos. Si el objetivo es la mejor oferta económica, el mensaje puede ser que no importa la calidad (y algo tiene que ver el montón de chapuzas que sufrimos en la obra pública).

El caso de las policías de tráfico (da igual si se trata de los Mossos, de la Guardia Civil o de las Policías municipales) es paradigmático: fijar los objetivos atendiendo a las multas equivale a afirmar que no importa la fluidez del tráfico. Significa que un policía hará bien dedicándose a formular denuncias por aparcamiento indebido ante un atasco monumental, incluso ante un accidente con víctimas, ya que nadie le valorará el trabajo dedicado a la eliminación del atasco o a atender a las víctimas, regular el tráfico en el lugar del siniestro, etc.

En definitiva, el problema se puede reducir a los siguientes términos: ¿cuál es la finalidad de la policía de tráfico? ¿qué fin le pretenden asignar los gobernantes? La respuesta ha de determinar la elección de unos objetivos u otros, o el abandono de los objetivos cuantitativos, si no son eficaces para medir el cumplimiento de esos fines.

Si se pretende reducir el número de accidentes, la medición debe atender a este número; las multas son un instrumento para lograr dicha reducción. Si se pretende mejorar la fluidez del tráfico, la medición puede basarse en el número y duración de los atascos, en el tiempo preciso para efectuar un determinado trayecto. Ahora bien, la consecución de estos fines depende, en parte, de factores que quedan fuera del control de la Administración (así, la meteorología) y, en parte, de factores que puede controlar, pero de difícil cuantificación (por ejemplo, los horarios e itinerarios de las patrullas de tráfico).

Desde este punto de vista, los objetivos basados en el número e importe de las multas de tráfico sirven, fundamentalmente, para que el gobierno pueda alardear, en la prensa y el parlamento, de su actividad mediante datos contrastables, aunque la mejora pueda ser puramente virtual: ya que hemos aumentado las multas de tráfico, estamos trabajando más y mejor que el año pasado, y mucho mejor que la oposición cuando estaba en el gobierno. Y, si las multas se pagan, sirven para alimentar las arcas públicas, que nunca viene mal.

¿Qué hacer? Primero, definir los fines de la actividad pública en cada ámbito. Por ejemplo, reducir el número de accidentes de tráfico (o el número de fallecidos, o la gravedad de todas las lesiones -mortales o no mortales-. o el número de implicados...). Puede ser un fin único, o varios fines: uno, varios o todos los anteriores pueden ir acompañados de una mejora general en la fluidez del tráfico, de una reducción de los efectos negativos de la circulación rodada en las poblaciones, de una reducción de las emisiones, etc.

Segundo, definir los indicadores que se han de utilizar para medir los resultados de las actuaciones que se realicen. El número de víctimas es evidente, pero la fluidez del tráfico es un factor de difícil medición.

Tercero, determinar las medidas que se van a adoptar para conseguir los fines deseados. Entre estas medidas se puede incluir una determinada forma de actuación de la policía de tráfico. Incrementar, reducir o modular las patrullas, los controles de alcoholemia, la retirada de vehículos que obstruyen la circulación, los radares móviles, las multas en general...

Por último, fijar, si es posible los objetivos que han de alcanzarse y asignarlos a quien corresponda. Aumentar, por ejemplo, las patrullas en fines de semana o puentes es algo que corresponde quizá más a los responsables económicos de la policía que a los mandos operativos y los agentes individuales no tienen control alguno acerca del cumplimiento de este objetivo (siempre que cumplan las labores que, de acuerdo con la normativa que les es aplicable, les correspondan, claro está).

Ésto es un modelo lógico de la gestión por objetivos. La vinculación de las retribuciones de los policías a las multas que impongan es sólo una mala imitación de la gestión por objetivos, producto de la pereza y de la búsqueda exclusiva de beneficios electorales. O sea, lo normal en nuestro país.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Políticos y funcionarios

El vicedirector de "La Vanguardia" firma hoy un editorial sobre el descrédito de la política y de los políticos profesionales, mediocres que destacan sólo por su obediencia perruna a la dirección del partido.

El Sr. Abián finaliza su artículo diciendo que el pueblo es soberano y propietario del Gobierno y los funcionarios son servidores de los ciudadanos. Y aquí es donde hay que matizar.

Los funcionarios son, sin duda, servidores de los ciudadanos. Pero servidores, ante todo, de la Ley, que en una democracia han aprobado los representantes de los ciudadanos. Por ello, el funcionario puede denunciar al ciudadano individual, e incluso imponerle una sanción, pese a ser su servidor.

La elaboración de la norma a la que han de obedecer los funcionarios corresponde a los representantes de los ciudadanos, es decir, a los políticos. Éstos están vinculados a la Ley, como ciudadanos, pero pueden cambiarla (y, por tanto, no están vinculados por ella) como representantes. Su función es, pues, muy superior a la de los funcionarios, que no pueden modificar la Ley (ni el reglamento, de rango inferior, norma administrativa aprobada por los gobiernos, estatal o autonómico, es decir, también por los políticos).

Al funcionario se le exige, para acceder a tal condición, demostrar que posee unos determinados conocimientos. Las pruebas, las denominadas oposiciones, son objetivas e iguales para todos los que aspiran a ingresar en un determinado cuerpo o categoría funcionarial. Algunas, al menos (las orales), son también públicas, de forma que cualquiera puede comprobar su desarrollo y, por tanto, su limpieza.

Además, el funcionario está sometido a controles de diverso tipo. A veces, estos controles fallan, por diversas razones, y ello explica que los vicios que se imputan a la Administración y a sus funcionarios sean, en mayor o menor medida, reales. Pero el último control es el que deberían realizar los superiores de los funcionarios: los políticos, sean Ministros, Consellers, etc.

El político, en cambio, no debe demostrar competencia alguna para acceder a su cargo. Sólo requiere ser designado por quien tiene tal poder para formar parte de una lista o, directamente, para desempeñar un puesto de confianza. Está sometido a controles, pero exclusivamente controles desarrollados por otros cargos dependientes también de los políticos.

El régimen funcionarial se creó a fin de generar una clase de servidores públicos independientes de los políticos: si su nombramiento se debe a una selección objetiva y su cese sólo puede producirse por vía disciplinaria, por el incumplimiento de sus deberes legales, deben obedecer a la Ley, más que a sus jefes políticos. El funcionario debe ser, así, quien diga "no" al político que quiere hacer algo prohibido por la Ley. Naturalmente, una de las obsesiones de los partidos consiste en eliminar esta mínima independencia de los funcionarios, haciendo que dependan en la mayor medida posible de ellos, de los políticos.

Ésto no es sino una manifestación más de un fenómeno más amplio: los políticos tratan de someter a ellos todas las instancias de poder. Los miembros del Tribunal Constitucional, del Consejo General del Poder Judicial, del Tribunal de Cuentas, el Defensor del Pueblo, la Sindicatura de Comptes, el Síndic de Greuges... no son funcionarios, pero los políticos tratan de neutralizar las instituciones imponiendo a sus incondicionales. Lo mismo hacen con la Administración pública, integrada por funcionarios.

Ésta es la quiebra del sistema, la puerta de entrada de la corrupción. Y, en cuanto a los funcionarios se refiere, hay que dejar bien clara su diferencia respecto de los pólíticos: los funcionarios son profesionales de la Administración pública, de la aplicación de la Ley, seleccionados por sus conocimientos. Los políticos son profesionales de los partidos, seleccionados por su obediencia. En ambos grupos, qué duda cabe, puede haber corruptos. Pero, en cualquier caso son distintos.

Como funcionario público considero un insulto que me confundan con los políticos, como hace el Sr. Abián.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Corrupción

Nos escandalizamos por la corrupcíón que descubrimos por doquier y, sin embargo, estamos habituados a contemporizar con ella o, al menos, con hechos que se asemejan mucho a las prácticas corruptas y, sin embargo, aceptamos como normales y cotidianos.

Así, el Presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero se llevó a sus hijas a Estados Unidos, sin duda a cargo del erario público y, sin embargo, tan poca relación tenían las niñas con el objeto del viaje que se negó a que sus fotografías apareciesen en los medios de comunicación. Los contribuyentes les pagamos un viaje de placer.

Mucho más grave, todos sabemos que los famosos 400 euros fueron una promesa puramente electoral, destinada a que el PSOE ganase las elecciones. Luego se construyó (por necesidades de gestión) como una deducción fiscal y se presentó como una medida contra la crisis económica, pero inicialmente era sólo una medida electoral. El Presidente destinó 5.000 millones de euros a un fin partidista, luego privado, en lugar de aplicarlos a la satisfacción de los intereses públicos.

¿Qué decir de la designación del hermano del vicepresidente de la Generalitat para el momio de la embajadita en París? Aun si dicha embajadita tuviese interés público, habría que acreditar los méritos del Sr. Apel·les Carod - Rovira para ocupar la sinecura.

En cuanto a la estupefaciente conducta del conseller Castells (y de todo el Gobierno del que forma parte, que no ha matizado siquiera sus declaraciones) respecto del encargo de informes inútiles, no tiene ningún sentido: reconoce que han encargado dichos informes y dice que no lo harán más. No se investiga quién ha encargado los informes, a quién se han encargado y, sobre todo, para qué se ha gastado inútilmente el dinero de los contribuyentes.

No se salva la oposición: ¿por qué habría de pagar una empresa privada los trajes del Presidente de la Generalitat valenciana, si no es para estar a bien con él y, así, beneficiarse de algún modo? Y si, como dice Rita Barberá, todos los políticos reciben regalos, ¿por qué motivo se los hacen, si no es para obtener algún beneficio y por qué los aceptan ellos, si no es con la clara conciencia de que serán correspondidos?

Parece que, finalmente, la presidencia de Caja Madrid será ocupada por una persona que tiene una demostrable experiencia en temas económicos y, por tanto, resulta adecuada para velar por la marcha de la entidad y por los intereses de los impositores. La campaña de Esperanza Aguirre para imponer a su hombre se justificó exclusivamente en razones políticas, prescindiendo de los intereses que deben prevalecer.

Y, la guinda: ¿se justifican los sueldos de los miembros de la Casa Real procedentes de otras instituciones, públicas o privadas? ¿Es necesaria, para los intereses de "la Caixa" la presencia de la Infanta Cristina en Washington?¿Está el Sr. Marichalar capacitado para desempeñar los puestos que ha ocupado y, sin duda, seguirá ocupando?¿La hermana de la Princesa de Asturias fue contratada por el Ayuntamiento de Barcelona a resultas de un procedimiento ordinario de selección de personal municipal?

Nuestro país se muestra indebidamente comprensivo con el vicio típicamente mediterráneo del amiguismo y éste es la puerta de la corrupción, además de atentar directamente contra uno de los principales pilares de la democracia: el principio de igualdad. Erradicar la corrupción exige, entre otras cosas, eliminar el amiguismo, el compadreo, los favores. En suma, que los encargados de velar por el interés público pongan éste en el centro de sus valores, sin tratar de cohonestarlo con la satisfacción de intereses privados.

jueves, 5 de noviembre de 2009

Conocimiento y experiencia

Hoy, en "La Vanguardia", en un artículo titulado "La democracia sin contrapesos, Francesc de Carreras acaba afirmando que, ante la insaciable voracidad de los partidos para obtener cada vez más cuotas de poder, Las últimas esperanzas de los ciudadanos están depositadas en los funcionarios, jueces, fiscales y órganos de comunicación independientes.

El mismo autor, el martes, 3 de noviembre, también en "La Vanguardia" contestaba una carta de un lector expresando su opinión de que sería bueno que los cargos públicos, antes de ser designados, tuvieran una acreditada experiencia profesional que les permitiera dedicar sólo una parte de su vida a la política activa.

Otro catedrático de la Universidad Autónoma, el mismo día, pero en "El Periódico", refiriéndose al escándalo centrado en el hijo de Nicolas Sarkozy (pero el comentario es perfectamente extrapolable a nuestro país) deploraba igualmente la falta de preparación y de experiencia profesional de los políticos.

A mi juicio, todo está ligado por un error de nuestra sociedad: hemos dejado de valorar el conocimiento y la experiencia. Hoy en día, la sociedad española (quizá no sólo ella) valora únicamente la fama, conseguida como consecuencia de la aparición en los medios de comunicación (son famosos porque salen en la tele, y salen en la tele porque son famosos), las facultades innatas (los deportistas de élite no conocen mejor la teoría y la técnica de su disciplina, ni se esfuerzan más, simplemente están mejor dotados) y el dinero, cualquiera que sea la forma en que se ha obtenido.

Por éso no se valora ni se respeta al maestro y los jóvenes carecen de motivación para estudiar: no es la vía para obtener lo que todos deseamos, una retribución digna y el respeto y aprecio de nuestros conciudadanos. Tenía razón la niña que, en un anuncio de una loción contra los piojos, afirmaba que ella quería ser famosa y salir en televisión insultando y siendo insultada: esta infame actividad es mucho más rentable que otras que antaño considerábamos más prestigiosas y benéficas para el conjunto de la ciudadanía.

Ya hace muchos años que Ortega y Gasset dio nombre a esta situación: la rebelión de las masas. El hombre masa (y la mujer masa, seamos políticamente correctos) cree que lo primero que se le ocurre, sin esforzarse siquiera en meditarlo o en formarse para tener un criterio recto, vale tanto como lo que, tras árduo estudio, pueda formular un experto en la materia de que se trate. No reconoce la superioridad, en ese campo concreto, del experto ni, por tanto, admite la necesidad de confiarle las decisiones importantes en dicho ámbito.

El político busca, por definición, el poder. Pero el político masa, o el que decide halagar a las masas (el demagogo) no reconoce la superioridad del experto. Confía únicamente en su propio y mal formado criterio o, lo que quizá sea peor, asume aquella postura que considera más popular entre los componentes de la masa, que tampoco reconoce superior, a fin de obtener votos.

La respuesta, por tanto, no debe ser únicamente exigir una formación y una experiencia profesional a los aspirantes a cargos públicos, sino que exige un cambio más radical: que volvamos a reconocer y valorar la importancia del conocimiento y la experiencia en todos los ámbitos de la vida. Incluso para introducir innovaciones revolucionarias es imprescindible conocer aquello que se quiere cambiar.