miércoles, 30 de junio de 2010

La sentencia

Por fin tenemos sentencia. O, mejor, aún no tenemos sentencia. Como empiezan a señalar voces sensatas, como Francesc de Carreras , tenemos el fallo, pero no el texto de la sentencia, con los argumentos que han convencido a los magistrados del Tribunal Constitucional que, especialmente en los preceptos declarados constitucionales sólo según determinada interpretación, son realmente esenciales.

Pero las reacciones ya se han producido: reacciones políticas frente a lo que ven como un acto político. El texto de la sentencia es fundamental para enjuiciarla como lo que es, lo que debe ser, una resolución jurídica. Pero ese texto no se considera necesario para ensalzar, condenar o, simplemente, enjuiciar esa sentencia, opinar sobre ella. Ni para reclamar reacciones incongruentes frente a una sentencia definitiva.

Con ello se nos muestra que la denominada clase política tiene un desprecio absoluto no sólo por las leyes o por la Constitución, sino por el Derecho mismo; por el Estado de Derecho. Sólo atienden al pasteleo político, en que todo está en venta a cambio de poder, a la demagogia como medio para obtener votos por el engaño, o a la compra pura y simple, a cambio de dinero.

Ahora se afirma, como Miquel Roca, que España tiene un problema o, como el Director de "La Vanguardia", que se impide el acoplamiento armonioso de Cataluña en España.

Lo primero que hay que preguntar es si Cataluña quiere realmente mantenerse en España en alguna condición. Más exactamente, si esa Cataluña de la que se erigen en portavoces (y que puede ser muy distinta de la real) quiere, en último término, permanecer en España.

Si nos dicen que Cataluña es una nación diferenciada de España o de las naciones que en España se engloban y que, en consecuencia tiene el derecho y la voluntad de autogobernarse, ¿no están diciendo que, en último término, la independencia de Cataluña, el autogobierno más amplio, es inevitable?

Si nos muestran claramente y nos dicen, quizá menos explícitamente, que la finalidad de ese autogobierno es la construcción nacional de Cataluña, es decir, la extensión de las características diferenciales y su profundización, ¿no están reconociendo que la independencia es consustancial al nacionalismo (no me refiero a CiU, sino a todos los que comparten el sentimiento nacionalista)?

Se reprocha a la sentencia, fundamentalmente, limitar el autogobierno de Cataluña. Autogobierno había con el Estatuto de 1979. El Estatuto de 2006 pretendía ampliar ese autogobierno. Y, al parecer, lo que no se admite es que la Constitución ponga un límite a ese autogobierno o, lo que es casi lo mismo, que éste no pueda ampliarse indefinidamente. ¿Hasta qué límites? Indefinidamente quiere decir sin límite y eso sólo puede conducir a la independencia.

Efectivamente, los nacionalistas no han fijado las condiciones en que aceptarían permanecer en España. Lo único que afirman es que si ésta no acepta sus condiciones, prefieren irse. Y utilizan la figura del pacto entre Cataluña y España. Pero, para que haya un pacto es precisa una negociación en que cada parte exprese lo que está dispuesta a ofrecer y lo que quiere conseguir. Y, además, que ambas partes acepten el acuerdo. La postura nacionalista parece exigir que España debe aceptar sus condiciones, cualesquiera que éstas sean, sin poder fijar más condiciones que la sola permanencia.

Es decir, tanto por sus presupuestos como por su estrategia, los nacionalistas ponen de manifiesto que no tienen voluntad de que Cataluña forme parte de España. Que no están dispuestos a llegar a ningún pacto y menos a cumplirlo. En estas condiciones, culpar a la otra parte de eso mismo parece más bien una artimaña para conseguir su objetivo último: la creación de una nación catalana independiente.

jueves, 24 de junio de 2010

Derecho vs. política

El comportamiento de los políticos catalanes acerca de la previsible sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto, que describe hoy en “La Vanguardia” Francesc de Carreras, pone de manifiesto un fenómeno mucho más amplio y de enorme gravedad: el desprecio del derecho que, en particular, se quiere supeditado a la política.

Así, se ha repetido el argumento de que la voluntad democrática de la población de Cataluña no puede ser ignorada o modificada por un simple Tribunal, olvidando que éste debe, únicamente, valorar la compatibilidad del Estatuto con la Constitución, norma suprema a la que todas las demás deben ajustarse. En el fondo, están afirmando que el principio de legalidad, el de jerarquía normativa y, en último término, el Estado de derecho deben ceder ante el producto de las urnas.

En la última (por el momento) secuela del saqueo del Palau de la Música , se ha puesto de manifiesto también este fenómeno. El “conceller” Castells firmó lo que le presentaron los servicios de su Departamento, en los cuales podía y debía confiar; su responsabilidad, pues, ha de ser únicamente política. Ahora bien, la omisión del preceptivo informe jurídico en el procedimiento es inexcusable. Pero, claro, intervenía gente tan importante y tan bien conectada que sería una ofensa aplicarles la normativa hecha para el común de los mortales.

¿Cuál era la función de los señores Alavedra y Prenafeta en los negocios que puso de manifiesto la operación Pretoria? ¿Qué valor añadido aportaban? Parece evidente que sus contactos allanaban el camino a quienes querían obtener determinados actos administrativos, como recalificaciones de terrenos o licencias urbanísticas que debían regirse exclusivamente por la legislación vigente.

Los encargos de informes inútiles, a precio superior al de mercado o que podían ser emitidos por la propia Administración han dado que hablar, aunque al ser una práctica común a todos los gobiernos, no se han exigido responsabilidades políticas. Pero lo que sorprende es que prácticamente nadie haya dado importancia al hecho evidente de que estas prácticas son totalmente contrarias a las leyes que regulan el funcionamiento de las Administraciones públicas.

El caso Gürtel puede presentar muchos aspectos y, sin duda, algunos más graves que el que ahora ocupa nuestra atención. Pero, en el mejor de los casos, es obvio que se infringieron sistemáticamente las leyes que rigen la contratación administrativa para que las empresas de la trama obtuvieran los encargos. Además, pudo haber cohechos, malversación de caudales, financiación ilegal de partidos, pero incluso si no se aprecian estos delitos es claro que los gobernantes (en este caso del PP) no tuvieron inconveniente en saltarse las leyes que habían jurado respetar y aplicar.
Volviendo al caso Millet, es dudoso el acierto del juez Solaz al no ordenar la prisión preventiva. Pero la celeridad de su colega para acordar dicha medida por una acusación menos grave y más discutible lleva a sospechar que haya sido provocada por la opinión pública, que quiere ver al bandido entre rejas, sin esperar a que sea juzgado y condenado como exige la legislación.

Así también, las reacciones de los medios de comunicación frente a cualquier noticia que aparece como una injusticia: exigen y promueven la exigencia popular de que sea solventado el problema sin preocuparse de lo que establecen las normas. Prescinden de los mecanismos jurídicos de reacción y de la posible existencia de otras situaciones similares, incluso más graves, que no han disfrutado de publicidad y reclaman la inmediata solución, aunque exija conculcar todas las normas existentes.
Volviendo al Tribunal Constitucional, es también cierto que los partidos han tratado de controlarlo, eligiendo a sus componentes por su afinidad ideológica u obediencia política, no por sus conocimientos jurídicos y su prudencia profesional (los dos componentes de la jurisprudencia que deben sentar).

En una democracia, la voluntad del pueblo, titular de la soberanía, manifestada en la elección de los parlamentarios y, más indirectamente, en la designación de los miembros del Gobierno, tiene que determinar los objetivos y fines de los poderes públicos. Pero la forma de alcanzarlos ha de ajustarse a las normas jurídicas dictadas por el propio Parlamento, a fin de respetar los derechos de todos y, en particular, de quienes carecen de poder.

La política ha de determinar el destino del tren, pero éste ha de circular por las vías, que vienen dadas por el ordenamiento jurídico. Se pueden poner vías nuevas, para permitir alcanzar nuevos destinos, o alcanzar los mismos por otros recorridos, pero si el tren se sale de las vías es demasiado probable que, aunque pretenda alcanzar más fácilmente su destino, atropelle personas y cause destrozos en las propiedades.

Los políticos buscan controlar el sistema jurídico, argumentando que no se pueden poner trabas a los depositarios de la soberanía popular. Pero, en el mejor de los casos, actuar al margen del ordenamiento conduce a ignorar derechos que han sido igualmente declarados dignos de protección por el mismo Parlamento y, en el peor, permite a quienes disponen de algún tipo de poder buscar su beneficio a costa de quienes carecen de él.

Como dice la sentencia clásica, dura lex, sed lex: respetar las leyes puede ser costoso, pero es siempre una garantía, preferible a la ley de la selva. Sobre todo, para los más débiles, los simples ciudadanos.

viernes, 18 de junio de 2010

Burocracia

Hoy, en "La Vanguardia", Pilar Rahola comenta el caso de una joven de brillante expediente académico que, por un problema que no explica completamente, no pudo pagar a tiempo las tasas, por lo que no ha podido presentarse a la selectividad y, por tanto, no podrá estudiar Medicina, que era su primera opción y que, con su historial, tenía prácticamente garantizada.

No conozco el caso, por lo que no puedo opinar y menos atribuir la culpa a tirios o a troyanos. Pero si quisiera contestar al desdén de la columnista por la Administración y los funcionarios. Porque reprocha a la funcionaria que "apelase intransigentemente a las normas". En definitiva, viene a decir que la estudiante, Emma Busons Saltor, era merecedora por su curriculum a que hiciesen una excepción dejándole cumplir un trámite una vez finalizado el plazo establecido para ello.

Desde un punto de vista normativo, hay que recordar a la Sra. Rahola (¡pero que más le da, a una política!) que el artículo 103 de la Constitución establece que la Administración actúa con sometimiento pleno a la Ley y al Derecho. Que el Estado de derecho, consagrado en el artículo 1, implica el sometimiento de todos los poderes públicos a la Ley. Y que el artículo 14 del mismo e insignificante texto legal establece el principio de igualdad, que prohibe hacer excepciones, si no son las previstas en las leyes.

Aun más importante, el reglamentismo de los funcionarios, de la Administración, tiene una razón de ser. El proceso de implantación de la democracia, de transformación de los súbditos en ciudadanos, ha conllevado una reducción drástica de la discrecionalidad administrativa. A fin de evitar la arbitrariedad, se ha impuesto a los funcionarios una actuación que pretende ser absolutamente reglada: el funcionario, la Administración, debe hacer exactamente lo que establecen las normas, y sólo eso.

El reverso de este sometimiento a las normas, que busca evitar la discrecionalidad perjudicial para el ciudadano es, lógicamente, la proscripción de la discrecionalidad favorable al mismo. Sencillamente, el legislador desconfía de la discrecionalidad administrativa y la reduce cuanto puede. Como las vías, que impiden al tren o al tranvía invadir el espacio reservado a las personas, pero también le hacen imposible sortear a quien inadvertidamente o por algún problema, ha quedado detenido en el paso a nivel.

A ello se une otra consideración: frecuentemente, un acto de la Administración favorable a un ciudadano es, al menos en cierto modo, desfavorable para otros; la concesión de una subvención al primero reduce los fondos disponibles para los demás y se paga con los impuestos recaudados a todos; la condonación de una multa a uno puede crear un agravio comparativo para otros. No siempre es posible beneficiar a alguien sin perjudicar a nadie, aunque no sea posible individualizar el perjuicio. También por ello el legislador, representante de la voluntad popular, quiere reservarse la decisión en lugar de confiarla a los funcionarios y la técnica para ello consiste en establecer normas que la Administración no puede conculcar.

Por tanto, quien se queja de la rigidez de la Administración en su cumplimiento de las normas, debe ser consciente de cual es la alternativa. Si se considera que, para evitar injusticias, la Administración debe tener un margen de discrecionalidad, tiene que aceptar que esta discrecionalidad pueda beneficiarle o perjudicarle. Si se pretende excluir, la Administración actuará, coherentemente, como un robot insensible, porque eso es, precisamente, lo que se le pide.

Pero pretender que la Administración esté plenamente sometida a derecho, sin discrecionalidad, pero que haga excepciones, en casos que nos parezcan merecedores de un trato especial, supone, sencillamente, quebrar completamente el Estado de derecho. ¿Alguien se apunta?

sábado, 12 de junio de 2010

Autonomía

Comenta el Director de "La Vanguardia" la orden impartida por Mariano Rajoy a las autonomías gobernadas por el PP de no modificar el tramo autonómico del IRPF, a diferencia de lo que hacen las comunidades gobernadas por el PSOE, incluida Cataluña. Añade que la elevación del impuesto autonómico es un dislate que crea agravios y pregunta por qué Cataluña aumenta el impuesto, como hacen autonomías pobres, en lugar de actuar como otras similares a ella, como Valencia o Madrid.

La discusión de fondo es bien conocida: en una situación en que la deuda de España ha superado los límites que se entienden prudentes, encareciendo y dificultando el crédito exterior, la presión internacional exige a nuestro país reducir el déficit público, sobre el que puede influir decisivamente el Gobierno, ya que no es posible reducir el endeudamiento privado (de eso ya se encarga el mercado).

El Gobierno ha optado por una reducción del gasto público y un aumento de los ingresos tributarios: en el caso estatal, sobre todo el IVA. Las Comunidades gobernadas por los socialistas se suman a esta política, actuando sobre el IRPF, un impuesto en el que tienen cierta capacidad normativa, que tiene gran generalidad (afecta a prácticamente todos los ciudadanos) y ofrece la mayor capacidad recaudatoria (y, además, lo recauda el Estado, con lo que políticamente se nota menos que el incremento ha sido acordado por el Gobierno autonómico).

Frente a esta política, el PP insiste en una reducción del gasto público, que no ha concretado, y en mantener los impuestos bajos, incluso reducirlos, lo que debería dar lugar a una mayor disponibilidad de fondos para la inversión y el consumo, generando una reactivación de la economía y, como consecuencia, unos mayores ingresos impositivos que, junto a la reducción del gasto, disminuirían el déficit público. En cambio, afirman que la política socialista drena los recursos disponibles para la creación de demanda y para responder a la existente, agravando y alargando la crisis.

Hay que decir que los conservadores obvian un punto importante: la inversión sólo se producirá si hay confianza y, para generarla, las acciones del Gobierno son cruciales. Los mercados no confiarían en un futuro incremento de la demanda a resultas del mantenimiento o reducción de los impuestos, por lo que exigirían una mayor reducción del gasto público, que sólo sería posible mediante restricciones aun más duras de las prestaciones sociales, de la inversión pública y de los sueldos de los funcionarios.

Pero no es este debate económico lo que centra nuestra atención. El Director de "La Vanguardia" dice que el incremento del IRPF, además de ser un dislate (lo que supone una toma de partido perfectamente legítima en el debate expuesto) genera agravios.

"La Vanguardia" es un diario curioso, ya que defiende el nacionalismo catalán, pero en lengua castellana, lo que constituye una evidente contradicción. El nacionalismo catalán presupone una diferencia esencial de Cataluña respecto de España y pretende que esa diferencia se traduzca en una amplia autonomía política; que esa autonomía alcance o no la creación de un Estado independiente ya es cuestión de estrategia política aunque, atendiendo al punto de partida, es una conclusión evidente.

Pues bien, el que el Gobierno catalán ejerza su autonomía diseñando una política fiscal propia, distinta de la que adoptan otras Comunidades Autónomas, similares o no, debería satisfacer a los nacionalistas. El concepto de agravio tiene sentido si un tercero trata igual a los que son diferentes o desigualmente a quienes son iguales, pero no si un grupo adopta, para sí mismo, decisiones distintas de las asumidas en su entorno. Estas decisiones podrán ser acertadas o erróneas, pero no implican ningún agravio, sino, precisamente, el ejercicio de la autonomía que, parece que no se ha repetido bastante, implica responsabilidad.

En cuanto a la pregunta que cierra el editorial del Sr. Antich, hay varias respuestas posibles. La más evidente es que, tanto el Gobierno como la oposición (en España y en Cataluña) no discuten sobre política económica, sino sobre política a secas. Que a los conservadores sólo les importa alcanzar el poder, aunque ello implique un mayor deterioro de la economía, mientras a los que gobiernan la crisis sólo les importa en cuanto condiciona la forma de conseguir mantenerse en el poder.

O también cabría comparar los esquemas de gasto público de Cataluña con los de otras Comunidades, y ver si el proyecto catalán requiere más o menos recursos de los otros. Si la política del tripartito se basa en mayor o menor medida que otras en la compra de bienes y servicios, el pago de subvenciones u otros conceptos que requieren insoslayablemente del gasto de recursos públicos.

sábado, 5 de junio de 2010

Nacionalismo e independencia

En "La contra" de "La Vanguardia" de hoy, sábado 5 de junio de 2010, Lluís Amiguet entrevista a Mauricio Pilatowsky, que define como filósofo e historiador del pensamiento judío. Hacia el final de la entrevista, ambos hacen unos comentarios que parecen proyectarse sobre la realidad de Cataluña hoy día.

Dice Pilatowsky que "...la conviviencia en un Estado se construye sobre la razón, pero la nación se erige sobre el corazón. Podemos discutir con argumentos cómo construir un Estado, pero no el destino de una nación, porque la nación es un sentimiento; por tanto, indiscutible. Y el nacionalismo, su exaltación." Y concluye el entrevistador: "Por eso es más racional la independencia que el nacionalismo."

Al menos en el caso catalán, ambos conceptos están indisolublemente unidos. Porque el nacionalismo no es sólo un sentimiento, sino un proyecto político que tiene por objeto crear la nación catalana. La independencia es un objetivo al servicio de este proyecto: una Cataluña independiente podrá convertirse en nación con más facilidad que una Cataluña vinculada a España.

Si la nación es un sentimiento, es inseparable de quienes experimentan tal sentimiento. Las estadísticas muestran que un sector importante de la población de Cataluña se siente tan catalán como español o más español que catalán; por tanto, el sentimiento nacional está lejos de ser universal.

El sentimiento nacional catalán se estructura en torno a la cultura y, en especial, a la lengua. Nuevamente, las estadísticas nos dicen que el porcentaje de castellanoparlantes supera, en Cataluña, al de catalanoparlantes. Difícilmente podemos sostener la plena identificación de los ciudadanos de Cataluña con el sentimiento nacionalista.

El proyecto nacionalista, pues, pretende la extensión del sentimiento nacionalista a toda la población de Cataluña. Su plasmación en la realidad ha de ser el predominio de la lengua catalana, en sustitución de la española, y la vinculación con la cultura catalana con exclusión de la influencia española. La independencia de Cataluña ha de ser un instrumento para evitar esta influencia, para cortar los vínculos lingüísticos, culturales y emocionales con España, a fin de desembocar en la nación catalana, la universalización del sentimiento nacionalista.

Este proyecto se manifiesta en la expresión "construcción nacional de Cataluña", que repiten los nacionalistas de diferentes partidos, ocultando (o tal vez ignorando) que con ello están negando su dogma fundamental: si es preciso construir Cataluña como nación, es evidente que Cataluña no es, todavía, una nación.

El proyecto nacionalista puede ser, o no, compartido. Expresado en los términos anteriores, nada hay que sea reprochable, como no lo hay en proyectos alternativos, como una Cataluña bilingüe o una Cataluña castellanoparlante: en una democracia, deciden los ciudadanos.

Pero hay objeciones desde otro punto de vista: fundamentalmente, que no se reconozca como un proyecto de futuro, que puede ser aceptado o rechazado por la ciudadanía, sino que se pretenda presentar como una realidad incuestionable. De acuerdo con los términos de la entrevista de "La contra", que el sentimiento nacional se postule como el único aceptable y, por tanto, se pretenda imponer desde el poder político.

La acción política, en Cataluña, consiste básicamente en extender el sentimiento nacionalista actuando en todos los ámbitos: la educación, la cultura, el comercio, la Administración, los medios de comunicación... Todo ello pagado por todos los ciudadanos, compartan o no ese sentimiento y actuando como si, en vez de optar por una alternativa entre varias, se estuviese siguiendo una ley cósmica. Se pretende modificar una sociedad en un sentido muy concreto, sin declararlo, ocultando los fines que se pretenden. Eso, cuando menos, no resulta muy honrado. Y, tal vez, un día los ciudadanos se darán cuenta y se sentirán engañados.