domingo, 25 de octubre de 2009

Responsables de la crisis

Jordi Barbeta, en "La Vanguardia" del 25 de octubre, habla de la "fuga de cerebros" que supone para los partidos políticos la marcha de personalidades de relieve que no aguantan ser ninguneadas por los mediocres que forman los aparatos de los partidos. Estos últimos, en cambio, nunca marchan, porque no tienen dónde ir. No tienen oficio ni beneficio, fuera de los que les pueda proporcionar la obediencia perruna al propio aparato y el juego de codos dentro del partido.

Un matiz, al artículo de Jordi Barbeta: Rodrigo Rato, al que menciona como posible alternativa a Mariano Rajoy, en las actuales circunstancias, ¿no es también un cerebro huido del Partido Popular? No es ningún secreto que no apoyaba la guerra de Irak, el error que el PP aún no ha reconocido.

Pero con lo que no puedo estar de acuerdo es con la afirmación final de que la crisis es más grave en España porque los gobernantes no fueron capaces de aprovechar las vacas gordas para reformar el sistema productivo y no son ahora capaces de generar confianza para que los inversores arriesguen.

Es cierto que la crisis en España se ha visto agravada por un sistema productivo basado en la especulación del suelo y la competitividad basada exclusivamente en la contención de los salarios, lo que ha supuesto una concentración excesiva de los riesgos en el sector más afectado por la crisis y la ausencia de alternativas. Pero los verdaderos responsables son las empresas y, más exactamente, quienes adoptan en ellas las decisiones: los empresarios.

Son los empresarios quienes han centrado la inversión en un negocio basado en un bien limitado, el suelo, y han optado por seguir produciendo como siempre lo han hecho, pese a los cambios en la tecnología y en el mundo en general (en particular, con el crecimiento de las economías emergentes, que compiten con ventaja en el campo de los salarios, pero también en el aprovechamiento de las nuevas tecnologías).

Los gobiernos (central y autonómicos) podían haber hecho más y mejor para corregir estas deficiencias del sistema productivo español. Pero en una economía de mercado las decisiones económicas están en manos de los operadores de dicho mercado. Los poderes públicos pueden alentar, advertir o crear condiciones para facilitar el desarrollo, pero no sustituir a la iniciativa privada, salvo que opten por una economía dirigida, lo que, probablemente, ni el Sr. Barbeta ni nadie propugna.

Las universidades públicas han elevado enormemente el número de licenciados. Pero, si las empresas no ofrecen trabajos bien retribuidos a los mejores licenciados, están mandando el mensaje de que no necesitan personal bien formado, sino trabajadores baratos. Con ello desincentivan el esfuerzo de los estudiantes, de sus familias y de los docentes.

Estas universidades intentan investigar. Pero si las empresas no apoyan esta investigación ni aprovechan sus resultados, incorporándolos al mercado, el mensaje es, como siempre, el "¡que inventen ellos!".

Exijamos, por tanto, una actuación decidida y, sobre todo, bien orientada, de los poderes públicos para superar la crisis. Pero no ignoremos la responsabilidad de quienes, en realidad, la han provocado y han determinado su especial gravedad en nuestgro país: los empresarios. ¿Quieren que se dignifique su función? Ahora tienen una oportunidad inmejorable de conseguirlo.

sábado, 24 de octubre de 2009

Idiomas

En "La Vanguardia" de hoy, 24 de octubre, Tendencias (pags. 28-29) Javier Ricou y Luis Izquierdo formulan una pregunta revolucionaria: "¿Habría que exigir a un presidente del Gobierno o a los altos mandatarios políticos el conocimiento del inglés?"

Parece que es una pregunta de mero sentido común. Hoy, el inglés constituye una herramienta imprescindible para todo aquél que, en su desempeño profesional, tenga cualquier tipo de relación con personas de otros países. Incluso, muchas veces, sin necesidad de relación interpersonal, sólo para acceder a informaciones de distintas fuentes (libros, periódicos, Internet...)

Pero es revolucionaria porque, en la actualidad, en España, se acepta sin discusión que lo único que precisa un político para desempeñar cualquier responsabilidad es ser votado o designado. Ninguna capacidad, ninguna preparación se le exige o, si se prefiere, todas las que necesita el desempeño del cargo se le suponen sólo por ganar las elecciones o por ser designado por quien tiene tal facultad.

José Luis Rodríguez Zapatero es la prueba viviente de lo anterior: su curriculum, cuando accedió a la presidencia del Gobierno español se reducía a su ejercicio profesional como profesor de Derecho constitucional, su labor como diputado y, sobre todo, el haber conseguido el poder dentro de su partido, lo que le llevó a la presidencia quizá, sobre todo, por la oposición popular al apoyo de José María Aznar a la guerra de Irak.

Si se abre paso la idea (de sentido común) de que se puede exigir a los políticos saber inglés, puede colarse de rondón la de que se les puede exigir competencia demosatrada en tareas de gobierno o, incluso, en cualquier tipo de labor profesional. Que para desempeñar cargos públicos no baste con la designación de la cúpula de un partido, obtenida quiza, no por el propio candidato, sino por su familia o amigos, sino que se requiera una preparación, una experiencia y unas aptitudes demostradas.

Que deje de ser verdad el chiste del padre, bien relacionado, que busca un primer trabajo, poco retribuido, para su hijo, que no quiere estudiar más. Sus amigos políticos le encuentran varios enchufes bien retribuidos, pero cuando les dice que quiere un puesto mileurista, le contestan que éso es imposible, que hay que tener título, hablar idiomas, aprobar una oposición...

Que, en definitiva, para ser Presidente o ministro se exija al menos lo mismo que para ser conserje en La Moncloa.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Concierto

No nos engañemos. El concierto vasco es un error de cálculo. En 1978, al aprobar la Constitución, se pensó que reconocer a los vascos un evidente privilegio serviría para frenar al independentismo y, en particular, para desactivar a ETA.

Desgraciadamente el efecto fue el contrario: los nacionalistas vieron que ETA era beneficiosa para ellos en los únicos términos que realmente importan, los económicos. Por tanto, han seguido apoyando a la banda, desde luego bajo mano. Su política siempre ha sido la misma: amagar con el crecimiento del independentismo y el apoyo a ETA para mantener y aumentar los beneficios fiscales.

El concierto no ha de suponer, en sí mismo, un privilegio. Éste se encuentra en el cupo, el importe que las Diputaciones forales han de entregar al Estado como contraprestación de los servicios públicos que éste presta (defensa y asuntos exteriores son los más evidentes, pero no los únicos). Si el sistema de cálculo del cupo favorece a las Diputaciones, éstas se quedan con más recursos que las Comunidades Autónomas de régimen común. Si se adoptasen otros criterios, podrían resultar de peor condición y el único beneficio del concierto sería financiero: las Diputaciones recaudan primero y pagan más tarde.

De nuevo, el elemento que determina el sistema de cálculo del cupo es el miedo a ETA, el temor a que los señoritos de Neguri, afectados donde más les duele, en el bolsillo, apoyen al terrorismo de forma más decidida.

De lo anterior se desprenden varias enseñanzas. La primera, que si ETA desaparece, tal vez el concierto deje de ser tan atractivo. O, también, que si fuese posible condicionar el concierto al fin de la violencia, ETA desaparecería como por arte de magia.

En cuanto a Cataluña, la ausencia de terrorismo significaría, en cualquier caso, que el cálculo del cupo no fuese, ni mucho menos, tan favorable como lo es para los vascos. Carecer de esa amenaza significa tener una fuerza muy inferior en la mesa de negociaciones. Y, como hemos dicho, el cupo es la esencia del concierto. El margen para ejercer la capacidad normativa (superior en el Páis Vasco) depende de la financiación: sólo disponiendo de una financiación excedentaria se pueden bajar los impuestos. La gestión de todos los tributos supone el efecto financiero de disponer de los fondos de forma inmediata, pero también resulta más cara y menos eficiente que una gestión unificada en todo el Estado, y supone una presión fiscal indirecta más elevada para las empresas, que han de declarar e ingresar sus tributos a varias Administraciones.

Por tanto, no hay que creer que el concierto sea la panacea que curará todos los males de Cataluña. Como el actual sistema de financiación, sólo puede suponer una mejora si se logran negociar unos términos favorables. Y no creo que nadie, para ganar esa negociación quiera volver al terrorismo.

lunes, 12 de octubre de 2009

SICAV

El SR. Josep Martí Pagès, en "La Vanguardia" de hoy, 12 de octubre, defiende la igualdad de trato que la normativa fiscal da a las Sociedades de inversión de capital variable (Sicav) respecto de los fondos de inversión. Rechaza, pues, que las Sicav constituyan un mecanismo que ayuda a los ricos a evitar el pago de impuestos.

La norma fiscal dispone que, a diferencia de las restantes sociedades (y a semejanza de los fondos de inversión) las Sicav tributen, en el Impuesto sobre Sociedades, al tipo del 1% (el tipo general es el 30 % y, para las sociedades de reducida dimensión, el 25 %, con ciertos límites). Ahora bien, la norma fiscal también exige que las Sicav tengan el número de socios que la Ley de instituciones de inversión colectiva exige para atribuir tal condición, esto es, 100 socios.

La razón es que, tal como señala el Sr. Pagès, las Sicav son instrumentos de inversión colectiva: "Su objeto es formar un patrimonio con las aportaciones de múltiples inversores, para que sea gestionado por profesionales especializados". El inversor no ha de tener el control de la inversión, más allá de la posibilidad de mantener las acciones en su patrimonio o enajenarlas, de forma que no pueda especular.

La realidad es muy distinta. Valga un ejemplo: el Sr. Arenillas, vicepresidente de la Comisión Nacional del Mercado de Valores (cuando la noticia apareció en la prensa), participaba en una Sicav, cuyo capital ascendía a 9 millones de euros. El Sr Arenillas ostentaba el 99,25% de las acciones representativas del capital de la entidad, mientras el 0,75% restante se repartía entre 102 socios, a la cabeza de los cuales se hallaban el director y el subdirector de la entidad de gestión de patrimonios que prestaba servicios al Sr. Arenillas.

¿Puede este esquema ser definido como entidad de inversión colectiva, o le cuadra más el calificativo individual? El Sr. Arenillas podía, obviamente, decidir cómo se invertían los fondos como si actuase bajo su propio nombre, pero se beneficiaba del tipo reducido del Impuesto sobre Sociedades, no tributando prácticamente en tanto no hubiese una distribución de dividendos o no enajenase sus acciones.

Los 102 socios minoritarios reciben el nombre de "mariachis", ya que el socio mayoritario puede, respecto de la sociedad, entonar el famoso corrido mejicano: "Con dinero o sin dinero, hago siempre lo que quiero, y mi palabra es la ley".

La Inspección de Hacienda pretendió calificar esta perversión de la figura, pensada para favorecer la inversión colectiva, como lo que es, un fraude clarísimo, y hacer tributar a quienes la empleaban indebidamente. Ante ello, el MInisterio de Economía y Hacienda, además de modificar la norma, logró que el Tribunal Económico- Administrativo Central atribuyese la competencia exclusiva para apreciar el cumplimiento del requisito del número mínimo de socios a los órganos de control de las instituciones de inversión colectiva, privando a la Inspección tributaria de la posibilidad de fiscalizar lo que constituye una exigencia expresamente prevista en la norma fiscal.

Ello, por si mismo, no hubiese supuesto una gran diferencia: cualquier persona, por puro sentido común, advierte que la sociedad del Sr. Arenillas (que citamos como simple ejemplo, pues no es, ni mucho menos, el único en aprovechar esta figura) constituye una artimaña para lograr la aplicación de un beneficio fiscal que no le corresponde. Pero presiones del Ministerio condujeron a los funcionarios a conformarse con el cumplimiento formal del requisito del número de socios, prescindiendo de analizar la realidad: que los mariachis son simples comparsas o testaferros, que nada han aportado a la sociedad y no tienen pretensión alguna de participar en sus beneficios. Que la sociedad es un instrumento única y exclusivamente al servicio del socio mayoritario.

Todo ello se debe a la creencia, acertada o no, de que extender el beneficio fiscal contribuye a atraer inversión a España, facilitando a las empresas la consecución de capitales necesarios para su crecimiento y el del país. Y, correlativamente, que si los ricos tienen mejores expectativas tributarias en otros países (una mayor rentabilidad financiero -fiscal) trasladarán sus capitales a estos otros países.

Pues bien, si el Gobierno cree que debe favorecer a los ricos permitiendo que inviertan individualmente sin coste fiscal, o con un tipo reducido, casi simbólico, lo que debe hacer es modificar en tal sentido las normas. Aplicar ese tipo en el IRPF o eliminar la exigencia de un número mínimo de socios para constituir una Sicav. En definitiva, no pervertir la aplicación de las normas jurídicas. Y, naturalmente, afrontar el coste electoral que le pueda suponer la concesión de beneficios fiscales a los pudientes, que es lo que ha tratado de evitar aceptando un fraude clarísimo.