domingo, 31 de agosto de 2014

Nacionalismo e Historia

Por regla general, todos tenemos unos sentimientos acerca del lugar de donde procedemos, del grupo humano al que, por nacimiento y educación, pertenecemos. Normalmente, tales sentimientos son favorables, en cuanto hemos interiorizado los elementos comunes de dicho grupo y, por tanto, pensamos favorablemente acerca de algo que forma parte de nosotros mismos.

Estos sentimientos son normales e, incluso, es posible que hayan sido importantes para nuestra supervivencia como especie: como animales sociales, nos han facilitado la incorporación al grupo, la tribu o el clan y el trabajo o el sacrificio por dicho grupo, tribu o clan.

Por supuesto, en la actualidad, nadie conoce a todos los miembros, ni siquiera todos los asentamientos de su grupo de pertenencia: ni siquiera en países pequeños un ciudadano conoce a todos los demás, o todas las poblaciones y lugares de su país de origen o de residencia. Por ello, vinculamos nuestro sentimiento de pertenencia a unas generalizaciones, a unos elementos ideales que consideramos representativos de nuestro grupo o país, que pueden ser la lengua, la religión, las costumbres u otros similares que, a nuestro entender, nos unen a nuestros compatriotas y nos diferencian de los extranjeros, de los otros.

Pero el nacionalismo político es otra cosa. El nacionalismo político sólo surge cuando consideramos que esos elementos representativos de nuestro país y, por tanto, este mismo, corren el riesgo de desaparecer como consecuencia de la acción de elementos extraños, ya sea la pertenencia a un Estado en que esos elementos no son compartidos por todos sus integrantes, ya por la presencia de inmigrantes de otros orígenes que, igualmente, no comparten tales elementos integradores. El nacionalismo es el proyecto de crear un país en que predominen esos elementos que consideramos definitorios del país con el que nos identificamos.

Por ello, por ejemplo, pese a las reiteradas referencias del general De Gaulle a la "grandeur" de Francia, no creó un partido nacionalista francés, sino que éste surgió cuando Le Pen aglutinó el miedo a la inmigración y al riesgo de que Francia perdiese su esencia por la entrada de inmigrantes.

De igual manera, en España los denominados "nacionalismos periféricos" surgen como proyecto de construir países en que los correspondientes elementos integradores (fundamentalmente la lengua) sean predominantes. Los partidos de ámbito estatal no pueden ser calificados como partidos nacionalistas (españoles) en cuanto sus integrantes sienten que sus propios elementos integradores son ya hegemónicos. Sólo cuando esta hegemonía es contestada desde la periferia, surgen partidos que hacen bandera del proyecto de defender y mantener tal hegemonía, aunque sus votantes y partidarios ya compartiesen los sentimientos de pertenencia que subyacen bajo tales proyectos.

Cosa distinta es la retórica de los diferentes partidos. Cada uno de ellos afirma que, en el pasado, sus elementos integradores eran hegemónicos en los correspondientes grupos y, de ello, extraen la consecuencia de que así debe seguir siendo por siempre. Con ello incurren en un doble error: consideran que la Historia es definitiva y vinculante, pero sólo en cuanto al período que se ajusta a sus proyectos. Para el nacionalismo español, los siglos en que la Península estuvo dividida en una pluralidad de reinos son sólo preparatorios de la unión bajo una sola monarquía (y la separación de Portugal es un hecho antihistórico que debe ser corregido algún día), mientras para el nacionalismo catalán los siglos de pertenencia a la monarquía española son tan solo producto de una imposición y, por tanto, pueden ser borrados de la Historia.

No podemos modificar la Historia, pero eso no significa que no podamos, en el presente, decidir hacia dónde queremos dirigirnos en el futuro, siendo siempre conscientes de que esas metas podrán, a su vez, ser modificadas o abandonadas. Pero, en cualquier caso, al mirar hacia atrás, al tratar de aprender de la historia, no podemos fijar nuestro campo de visión únicamente en el período que nos interesa, prescindiendo de aquéllos que no convienen a nuestros prejuicios, pues ello equivale a edificar castillos en las nubes.

¿Qué conclusiones podemos extraer? La primera, que en esta materia predominan los sentimientos y, como no es posible imponer o corregir sentimientos, debemos tratar de evitar que el debate político se centre en este ámbito. Y, en segundo lugar, que la idea de que la Historia es vinculante es profundamente antidemocrática y, por tanto, debe ser rechazada. Debemos construir la casa en la que hemos de vivir nosotros y que, presumiblemente, hemos de dejar a nuestros hijos, que se encargarán de hacer las reformas que su tiempo requiera. No estamos obligados a vivir en la casa de nuestros abuelos, como nuestros nietos no estarán obligados a vivir en la nuestra.