domingo, 9 de noviembre de 2014

¿Por qué le llaman independencia cuando quieren decir nacionalismo?

La Constitución española prevé un procedimiento de reforma constitucional que se basa en el procedimiento legislativo ordinario, con algunas especialidades relevantes. Dicho procedimiento debe iniciarse con una propuesta, que pueden formular el Gobierno, el Congreso o el Senado. Las Asambleas de las Comunidades Autónomas pueden solicitar del Gobierno la adopción de un proyecto de Ley o remitir al Congreso una proposición de ley.

La independencia de Cataluña requeriría la reforma de la Constitución, bien reconociéndola directamente, bien reconociendo el derecho a la separación y regulando la forma de ejercerlo. Esta segunda vía sería la más lógica, pues la primera equivaldría al reconocimiento de un hecho consumado.

El Parlamento de Cataluña, la Asamblea legislativa de la Comunidad Autónoma, no ha iniciado el procedimiento de reforma constitucional, pese a que las formaciones independentistas tienen una amplia mayoría. Evidentemente, la reforma no llegaría a producirse, pues la proposición no tendría el apoyo de las tres quintas partes de Congreso y Senado, pero supondría el inicio formal del proceso independentista, una declaración de voluntad que no podría ser ignorada.

En su lugar, el Gobierno catalán y las fuerzas que le apoyan han optado por tratar de organizar un referéndum que, por una parte, carecen de competencia para convocar y, por otra, no tendría ningún efecto vinculante sin el previo reconocimiento de que su resultado daría lugar, en su caso, a la secesión efectiva. ¿Por qué?

Lo que pretenden las fuerzas independentistas es incrementar la polarización, el desencuentro entre lo que ellos denominan España (es decir, el resto de España) y Cataluña y potenciar el sentimiento de diferencia y el victimismo, la sensación de maltrato. Tratan, en una palabra de fomentar el sentimiento nacionalista de la población que es, en definitiva, su verdadero objetivo: la "construcción nacional" de Cataluña.

La independencia llegará más tarde o más temprano, cuando el desencuentro sea irreversible e insoportable, como consecuencia de la ampliación de la hegemonía del nacionalismo y permitirá a éste la culminación de su objetivo final: la creación de una Cataluña totalmente depurada de la influencia española, en la que los inmigrantes o descendientes de inmigrantes no tengan, como tales, ninguna influencia y no representen, por tanto, ninguna amenaza o freno para que los catalanes "de verdad" sigan controlando todos los resortes del poder.

domingo, 28 de septiembre de 2014

Mis razones contra la independencia

El nacionalismo catalán es el proyecto político que persigue la construcción nacional de Cataluña, es decir, el predominio de los elementos claramente emocionales que, a juicio de los nacionalistas, construyen la identidad catalana: la lengua y la cultura basada en ella, fundamentalmente.

La independencia de Cataluña es, al propio tiempo, la consecuencia lógica y una condición sine qua non de dicho proyecto: una vez Cataluña sea una nación, carece de sentido que forme parte de un Estado en que coexista con otras naciones o, en otras palabras, donde esos elementos identitarios no sean predominantes. Pero también, para conseguir ese predominio es imprescindible eliminar la protección que el Estado español representa para los elementos foráneos, en otras palabras, para la lengua y la cultura españolas (dentro de Cataluña, obviamente).

Para quien escribe estas líneas, nacido en Cataluña de padres no catalanes, educado en lengua castellana, que aprendió el catalán en la edad adulta y vinculado emocionalmente a España, pero también a Cataluña, el proyecto nacionalista y la independencia como consecuencia obligada y herramienta para la consecución de dicho proyecto plantean un dilema: optar por una u otra identidad. Si Cataluña se convierte en un Estado - nación, deberé abandonar parte de mi identidad y asumir como propios los elementos que, a juicio de los nacionalistas, determinan la identidad catalana. Si no quiero hacerlo, seré un extranjero en Cataluña, o deberé emigrar a otro país, donde también seré extranjero, totalmente o, en el caso de España, por mi vinculación emocional con Cataluña.

Las celebraciones del tricentenario de la toma de Barcelona por las fuerzas de Felipe V son una expresión perfecta de esta situación: para los nacionalistas catalanes, los catalanes que apoyaron al archiduque Carlos eran y son los buenos y los españoles eran y son los malos. Ante este maniqueísmo, uno debe optar por el bien o por el mal. Planteado el problema en estos términos, no caben la síntesis o el compromiso.

Pero, naturalmente, si que caben soluciones. En primer lugar, reconocer que estamos en el siglo XXI y que el mundo, Cataluña y España han cambiado. Aceptar nuestra propia responsabilidad ante los desafíos de la vida actual, en lugar de pretender aplicar una receta de hace tres siglos. Reconocer a los demás el derecho a tener sus propios sentimientos, sin pretender en ningún caso imponerles los nuestros. Y, sobre todo, admitir que el mundo no es, ni puede ser perfecto.

Por lo que a mi respecta, me niego a definirme en términos de la Guerra de Sucesión. No quiero renunciar a ninguna parte de mi identidad (si acaso a mis defectos, si forman parte de ella). No quiero imponer a nadie mis sentimientos; sólo que los demás los respeten como yo respeto los sentimientos ajenos.

Hoy mismo, tengo claro que una Cataluña independiente no satisfaría estos deseos, porque el objetivo de la independencia es construir una sociedad no solo distinta, sino contraria a ellos. Por ello soy partidario de que Cataluña siga formando parte del Estado español, aunque ello suponga también soportar elementos que me desagradan.

P.S.: Si alguien lee estas líneas, le ruego que advierta que no aparecen en ellos los términos "nación española", "Constitución", "sagrada unidad de la Patria" u otros similares. 

domingo, 31 de agosto de 2014

Nacionalismo e Historia

Por regla general, todos tenemos unos sentimientos acerca del lugar de donde procedemos, del grupo humano al que, por nacimiento y educación, pertenecemos. Normalmente, tales sentimientos son favorables, en cuanto hemos interiorizado los elementos comunes de dicho grupo y, por tanto, pensamos favorablemente acerca de algo que forma parte de nosotros mismos.

Estos sentimientos son normales e, incluso, es posible que hayan sido importantes para nuestra supervivencia como especie: como animales sociales, nos han facilitado la incorporación al grupo, la tribu o el clan y el trabajo o el sacrificio por dicho grupo, tribu o clan.

Por supuesto, en la actualidad, nadie conoce a todos los miembros, ni siquiera todos los asentamientos de su grupo de pertenencia: ni siquiera en países pequeños un ciudadano conoce a todos los demás, o todas las poblaciones y lugares de su país de origen o de residencia. Por ello, vinculamos nuestro sentimiento de pertenencia a unas generalizaciones, a unos elementos ideales que consideramos representativos de nuestro grupo o país, que pueden ser la lengua, la religión, las costumbres u otros similares que, a nuestro entender, nos unen a nuestros compatriotas y nos diferencian de los extranjeros, de los otros.

Pero el nacionalismo político es otra cosa. El nacionalismo político sólo surge cuando consideramos que esos elementos representativos de nuestro país y, por tanto, este mismo, corren el riesgo de desaparecer como consecuencia de la acción de elementos extraños, ya sea la pertenencia a un Estado en que esos elementos no son compartidos por todos sus integrantes, ya por la presencia de inmigrantes de otros orígenes que, igualmente, no comparten tales elementos integradores. El nacionalismo es el proyecto de crear un país en que predominen esos elementos que consideramos definitorios del país con el que nos identificamos.

Por ello, por ejemplo, pese a las reiteradas referencias del general De Gaulle a la "grandeur" de Francia, no creó un partido nacionalista francés, sino que éste surgió cuando Le Pen aglutinó el miedo a la inmigración y al riesgo de que Francia perdiese su esencia por la entrada de inmigrantes.

De igual manera, en España los denominados "nacionalismos periféricos" surgen como proyecto de construir países en que los correspondientes elementos integradores (fundamentalmente la lengua) sean predominantes. Los partidos de ámbito estatal no pueden ser calificados como partidos nacionalistas (españoles) en cuanto sus integrantes sienten que sus propios elementos integradores son ya hegemónicos. Sólo cuando esta hegemonía es contestada desde la periferia, surgen partidos que hacen bandera del proyecto de defender y mantener tal hegemonía, aunque sus votantes y partidarios ya compartiesen los sentimientos de pertenencia que subyacen bajo tales proyectos.

Cosa distinta es la retórica de los diferentes partidos. Cada uno de ellos afirma que, en el pasado, sus elementos integradores eran hegemónicos en los correspondientes grupos y, de ello, extraen la consecuencia de que así debe seguir siendo por siempre. Con ello incurren en un doble error: consideran que la Historia es definitiva y vinculante, pero sólo en cuanto al período que se ajusta a sus proyectos. Para el nacionalismo español, los siglos en que la Península estuvo dividida en una pluralidad de reinos son sólo preparatorios de la unión bajo una sola monarquía (y la separación de Portugal es un hecho antihistórico que debe ser corregido algún día), mientras para el nacionalismo catalán los siglos de pertenencia a la monarquía española son tan solo producto de una imposición y, por tanto, pueden ser borrados de la Historia.

No podemos modificar la Historia, pero eso no significa que no podamos, en el presente, decidir hacia dónde queremos dirigirnos en el futuro, siendo siempre conscientes de que esas metas podrán, a su vez, ser modificadas o abandonadas. Pero, en cualquier caso, al mirar hacia atrás, al tratar de aprender de la historia, no podemos fijar nuestro campo de visión únicamente en el período que nos interesa, prescindiendo de aquéllos que no convienen a nuestros prejuicios, pues ello equivale a edificar castillos en las nubes.

¿Qué conclusiones podemos extraer? La primera, que en esta materia predominan los sentimientos y, como no es posible imponer o corregir sentimientos, debemos tratar de evitar que el debate político se centre en este ámbito. Y, en segundo lugar, que la idea de que la Historia es vinculante es profundamente antidemocrática y, por tanto, debe ser rechazada. Debemos construir la casa en la que hemos de vivir nosotros y que, presumiblemente, hemos de dejar a nuestros hijos, que se encargarán de hacer las reformas que su tiempo requiera. No estamos obligados a vivir en la casa de nuestros abuelos, como nuestros nietos no estarán obligados a vivir en la nuestra.


domingo, 26 de enero de 2014

La dignidad del sirviente

En su artículo "Fue hermoso mientras duró" (La Vanguardia, 25 de enero de 2014, pág. 28) Juan-José López Burniol afirma que, el que un socialista procedente de la inmigración -José Montilla- alcanzase la presidencia de la Generalitat honra tanto al país que lo hizo posible por su talante abierto como a quien asumió el cargo por la dignidad con que la ejerció. (Ir al artículo)

José Montilla había sido durante muchos años alcalde de una localidad tan importante como Cornellà de Llobregat y, antes de asumir la presidencia de la Generalitat, ministro del Gobierno español. ¿Por qué, pues, el Sr. López-Burniol destaca la dignidad con que ejerció el cargo, como si fuese dudoso, a priori, que estuviese a la altura e, incluso, como si fuera sorpredente? ¿Hablaría de la dignidad con que ejercieron el mismo cargo Pujol, Maragall o Mas?

Pese a su talante moderado, se le escapa aquí al señor notario el prejuicio fundamental del nacionalismo (no de CiU, sino de todos los que defienden que Cataluña es una nación): los catalanes son superiores, los dueños de la finca , por eso, tienen derecho natural a gobernar. Los charnegos (la palabra es tabú, pero es la que cuadra al concepto) son unos advenedizos, buenos sólo para servir, para obedecer.

Esta idea es profundamente antidemocrática, ya que es contraria a la igualdad de todos los ciudadanos, sin que puedan admitirse diferencias por causas tales como el sexo, la raza, la religión, el origen...Las diferencias deben venir determinadas por el mérito, por la preparación, por la ejecutoria y, en último término, por el apoyo de los votantes según el viejo dicho: un hombre (una persona) un voto.

La realidad que el Sr. López-Burniol describe en su artículo es la expresión de este mismo prejuicio: un partido en que los líderes pertenecían a la burguesía catalana de toda la vida, nacionalistas, pero con ideas progresistas, y las bases procedían mayoritariamente de la inmigración, votando al mismo partido, al aparecer el PSC como franquicia del PSOE, aunque tal vez no al mismo ideario, ya que éste lo imponían las élites según sus criterios. La contradicción tenía que manifestarse en algún momento.

La solución ha de ser, necesariamente, el abandono del prejuicio y de la política de asimilación de los charnegos (la mayoría) por parte de los "catalanes de toda la vida", es decir, la aceptación por parte de los primeros de la lengua, cultura y sentimientos de los segundos, que es la plasmación de ese prejuicio. Cataluña es mestiza, plural y un país democrático no puede dar la espalda a esta realidad.