jueves, 8 de diciembre de 2011

Funcionarios

No sé si Susana Quadrado acierta plenamente en su artículo "Funcionarios" publicado en "La Vanguardia" de hoy, pese a su buena disposición. Diría que olvida un elemento esencial, pero me hace dudar el final del artículo: O eso, o volvamos al XIX. (http://www.lavanguardia.com/opinion/articulos/20111208/54239939543/susana-quadrado-funcionarios.html

A finales del siglo XIX, en España la Administración se nutría de trabajadores contratados por el Gobierno de turno. Cuando las elecciones daban el poder a otra formación, los empleados del Gobierno anterior eran despedidos, dando lugar a un figura común en la literatura de la época, el cesante (el denominado técnicamente spoil system). Naturalmente, ello daba lugar a varias consecuencias: el factor determinante para el acceso a un puesto de trabajo en la Administración era la fidelidad política e, incluso, personal al político de turno; el poder de éste era omnímodo, ya que de su voluntad dependía el empleo de sus subordinados; cuando se acercaban elecciones, la Administración se convertía en una máquina electoral, que sólo reemprendía sus funciones propias cuando los funcionarios nombrados por el nuevo Gobierno habían tomado posesión y se habían impuesto mínimamente de sus obligaciones, lo que paralizaba la Administración durante períodos de tiempo considerables.

Para superar esta situación, se creó el régimen de la función pública: profesionales seleccionados por sus méritos mediante pruebas objetivas y públicas (las oposiciones), que conservaban su empleo y sus funciones pese a los cambios gubernamentales y sólo podían ser despedidos por motivos disciplinarios, previa la instrucción del correspondiente procedimiento administrativo, con el sistema de recursos previsto en la Ley. Con ello se pretendía que los trabajadores públicos estuviesen sometidos únicamente a la norma jurídica y fuesen independientes políticamente (en su labor, no en su vida privada), constituyendo incluso un límite a la arbitrariedad de los políticos: éstos no podrían adoptar acuerdos ilegales si debían intervenir funcionarios que no dependían de ellos y que arriesgaban el empleo no al negarse, sino al obrar ilegalmente.

En buena medida, se consiguió lo que se pretendía, pero a costa de introducir considerables rigideces en la Administración. Rigideces, porque el funcionario se atiene estrictamente a la letra de la Ley (y, sobre todo, del reglamento), lo que muchas veces le priva de iniciativa y de capacidad de adaptación a las circunstancias del momento. Y rigideces porque el funcionario que no quiere trabajar sabe que echarle por la vía disciplinaria es dificilísimo, ya que es preciso que existan pruebas contundentes, que nadie se prestará de buen grado a testificar en su contra y que los Sindicatos le apoyarán.

Por otra parte, la valoración del trabajo de los funcionarios mediante parámetros objetivos es también extraordinariamente complicada, por muchas razones entre las que destacan la inmaterialidad del producto, la multiplicidad de tareas y el hecho de que frecuentemente, el interés público no es unívoco: una resolución que deniega una subvención puede servir a dicho interés en igual medida que una que la concede, a diferencia de lo que suele suceder en la empresa privada, en que una venta es siempre positiva (casi). Ello determina que, en la práctica, sea muy difícil establecer un sistema de incentivos realmente eficaz.

Los proyectos de reforma de la función pública han de dirigirse a corregir estos aspectos, estas rigideces, y otras como la permanencia de estructuras administrativas obsoletas, en parte por la inercia y, en parte, por la oposición de quienes pueden verse perjudicados (eliminar un Ministerio inútil significa cesar al Ministro, Secretarios de Estado, Subsecretario, Secretarios Generales o Directores Generales, lo que puede ocasionar una tormenta política en el partido o coalición gobernante, aunque también los funcionarios protestarán por tener que ir a trabajar a otro edificio no tan bien situado).

Pero la política actual se ha convertido en un juego de cálculo para conseguir el poder y mantenerse en él. En dicho juego son piezas principales el control de la agenda política y los medios de comunicación, públicos y privados. Pero también la Administración puede ser utilizada con este fin, tanto para remunerar favores recibidos como para hacerlos y asegurar lealtades o para crear una red de intereses que favorezcan a determinado partido o, incluso, a un político en concreto.

Desde esta óptica, una función pública profesional y sometida únicamente a la Ley constituye un obstáculo para los políticos. Por ello han proliferado entes que realizan funciones públicas pero no sometidos, al menos íntegramente, al Derecho administrativo, especialmente en cuanto a la selección y despido de sus trabajadores, so color de flexibilizar la Administración. Y, por eso, los políticos pretenden eliminar el régimen jurídico de la función pública: que los funcionarios sean nombrados y cesados por ellos, a fin de que pierdan este carácter de contrapoder que, hasta cierto punto, quizá modesto, tienen en conjunto. Pretenden, en definitiva, volver al sistema de cesantías, al siglo XIX.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Financiación y pacto fiscal

Hoy, "La Vanguardia" nos informa de los resultados de una encuesta que ha encargado al Instituto Noxa. Lo más espectacular es la ventaja que la encuesta asigna al PP sobre el PSOE, 70 esaños. Pero lo que me interesa comentar es otra cosa: la encuesta afirma que el 76 % de los catalanes está a favor del pacto fiscal que propugna CiU. http://www.lavanguardia.com/politica/20111113/54238847576/el-pacto-fiscal-se-consolida-como-una-exigencia-mayoritaria-de-los-catalanes.html

Por supuesto, no pienso negar el resultado de la encuesta o su validez. Pero sí quisiera ayudar a resolver un malentendido que, en mi opinión, está en la base de ese resultado. Este malentendido es que los ciudadanos creen que el pacto fiscal equivale a una mejor financiación, a más recursos financieros para Cataluña, cuando no es así.

En el sistema fiscal hoy vigente, el Estado recauda los impuestos más importantes (IRPF, IVA e Impuesto sobre Sociedades). Con el producto de esos impuestos (y otros de menor importancia recaudatoria) financia los servicios que presta la Administración estatal y las inversiones que realiza el Estado; además, cede a las Comunidades Autónomas una parte de esa recaudación. La diferencia entre el producto de los tributos recaudados en una Comunidad y los fondos que retornan a ella, sea en forma de servicios públicos, de inversión o de contribución al presupuesto de la Generalitat es lo que se denomina déficit fiscal.

El  contenido del denominado pacto fiscal no ha sido explicado, pero ha de ser equivalente al concierto vasco. En éste, las instituciones forales recaudan la mayor parte de los impuestos, entre ellos los tres antes citados, y su producto financia los presupuestos de las Diputaciones forales y del Gobierno vasco; además, satisfacen al Estado una cantidad, denominada "cupo" en concepto de retribución de los servicios que el Estado sigue prestando en territorio vasco y de aportación al Fondo de compensación interterritorial, que es la expresión de la solidaridad entre Comunidades Autónomas.

Así pues, en ambos casos los recursos financieros de la Comunidad son la diferencia entre la recaudación tributaria en su territorio y la parte que percibe el Estado, sea directamente, sea mediante transferencia de la Comunidad. El importe de esa diferencia no depende de la distribución de las competencias para la gestión de los tributos, sino de la regla de reparto que se establezca. (A estos efectos prescindimos de otros ingresos públicos, como los  patrimoniales o la deuda pública)

En el sistema común, hoy vigente, la regla de reparto viene fijada en la LOFCA. En el concierto, éste refleja unos criterios generales y la determinación del cupo corresponde a una negociación que se expresa en una Ley diferente, con una vigencia quinquenal.

En consecuencia, los resultados están totalmente abiertos, tanto en el sistema actual como en un hipotético concierto. En éste, los recursos que puedan quedar en manos del gobierno autonómico pueden ser inferiores que los producidos por aquél sin violentar el concepto de concierto. Todo depende de la forma de calcular el coste de los servicios públicos no transferidos y del importe en que se fije la aportación a la solidaridad.

Puesto que el coste de los servicios estatales puede ser fijado de forma exacta (aunque sea una tarea extremadamente compleja que incluye la elección entre criterios de imputación alternativos) la diferencia ha de provenir, en último término, de la aportación a la solidaridad. Si ésta se reduce en relación con el punto de comparación, los recursos financieros de la Comunidad se incrementan, con independencia de quién efectúe la recaudación. Si se incrementa, sucederá lógicamente lo contrario, tanto si la recaudación de los tributos la realiza la Agencia tributaria estatal o la de Cataluña.

La bondad del régimen de concierto no radica en la titularidad de las competencias tributarias, sino en el cupo pactado, muy favorable al País Vasco por razones exclusivamente políticas. La forma de cálculo, en un hipotético concierto catalán, no sería, ni mucho menos, tan favorable, por las diferentes circunstancias políticas y por la mayor aportación de la Comunidad al PIB estatal.

Por tanto, la reducción del déficit fiscal no pasa por el pacto fiscal, sino por la fijación de un límite a la aportación a la solidaridad, o por la reducción de la misma, sea en la revisión de la LOFCA o en la negociación de la ley del cupo.

Eso sí, la bilateralidad que implica la propia expresión "pacto fiscal" y la diferencia que supondría el reconocimiento de un régimen fiscal propio para Cataluña, tendrían gran importancia, desde el punto de vista de construcción de la realidad nacional catalana.  Supodrían un reconocimiento de esa diferencia y una profundización de la misma, lo que constituye uno de los principales objetivos del nacionalismo. Tan importante, que quizá estén dispuestos a renunciar a la mejora en la financiación a cambio de obtenerlos o de aprovechar el victimismo resultante de no conseguirlos.

domingo, 6 de noviembre de 2011

La reforma de la Administración

Hoy, "La Vanguardia" en papel publica un artículo de Francisco Longo, titulado "Un choque de gestión" sobre la reforma de la Administración pública, acompañado por un resumen del contenido de  los programas de las formaciones políticas acerca de este mismo punto. Por otra parte, el blog  "Desafectados", de Inma Ranera pregunta "¿Quién se atreverá a auditar las Administraciones públicas? http://blogs.lavanguardia.com/desafectados/?p=274

Creo que, junto a algunas propuestas correctas, al menos sobre el papel, aparecen en estos textos muchos errores, producto de prejuicios muy extendidos, del desconocimiento o, lo que es peor, de la concepción de la política como un modus vivendi, olvidando que su fin último es el interés general.

El primer error consiste en la confusión entre Gobierno y Administración, entre política y gestión pública. El Gobierno (estatal, autonómico o local) debe definir las directrices de la acción pública, dentro del marco constituido por la Constitución, los Estatutos de autonomía y las leyes (incluyendo la posibilidad de presentar proyectos de ley, en su caso). Debe adoptar decisiones, en particular aquéllas en que las leyes permiten un margen de discrecionalidad y las opciones existentes pueden orientarse en función de una ideología o de una determinada escala de valores. Su legitimación democrática le permite elegir entre estas opciones a sabiendas de que su elección no será compartida por todos los ciudadanos.

La Administración se centra en el nivel técnico. Le corresponde gestionar los servicios públicos, de acuerdo con lo dispuesto en las leyes y con las directrices fijadas por el Gobierno. Si dispone de un margen de discrecionalidad, debe ser de carácter exclusivamente técnico: determinar cuál es la mejor forma de alcanzar los objetivos que han fijado las instancias políticas. Su legitimación proviene de su sometimiento a las leyes (debe hacer lo que disponen las normas jurídicas, exclusivamente) y de su capacidad técnica.

Naturalmente, el deslinde entre ambos niveles no puede ser rígido. La Administración debe asesorar a los políticos acerca de los condicionamientos técnicos de sus decisiones; por otra parte, los políticos pueden  tener conocimientos técnicos o recurrir a especialistas ajenos a la correspondiente Administración y, por tanto, entrar en el ámbito de la ejecución de sus decisiones.

Esta distinción se traduce en que la Administración puede, y debe, constituir un límite a la discrecionalidad inherente a la acción política. Puede, y debe, decirle al Gobierno que una determinada decisión es imposible o ilegal. Ello supone que la Administración tiene un cierto poder que, dentro de sus límites propios, redunda en beneficio de los ciudadanos. Por supuesto, este poder también puede ser utilizado en beneficio de la propia Administración o, mejor, de determinados grupos dentro de ella, en particular determinados cuerpos funcionariales (a este respecto, la serie "Si, Ministro" de la BBC, es un auténtico tratado acerca de la política y de las relaciones entre política y Administración).

Pero el objetivo de los políticos es siempre conseguir el poder, cuanto más poder mejor, por lo que rechazan cualquier tipo de límites. De ahí su interés en controlar y dominar la Administración, a fin de eliminar el límite señalado. Cuanto mayor sea ese control, más probabilidades existen de que acometan proyectos ineficientes o de dudosa legalidad. Los aeropuertos sin vuelos o el Estatuto catalán de 2006 son buenos ejemplos de ambas clases de errores.

Estos errores se deben, en muchos casos, a la aplicación de criterios erróneos para valorar las actuaciones públicas. La construcción de aeropuertos o líneas de alta velocidad cuya existencia no se justifica económicamente se debe a que se ha hecho primar el interés político (la captación de votos) sobre el económico. Desde un punto de vista político, eran decisiones acertadas, desde la óptica de la eficiencia, totalmente absurdas.

Pero este mismo problema se plantea también en el ámbito propiamente administrativo. El enjuiciamiento de los actos concretos de gestión administrativa se puede efectuar desde el punto de vista de la legalidad o desde el de la eficiencia. Las exigencias de reforma de la Administración se formulan desde este último punto de vista, pero olvidan que es el primero el que, por mandato constitucional, debe prevalecer y, en la práctica, condiciona toda la acción administrativa. Así, dictado un acto administrativo imponiendo una sanción pecuniaria de escaso importe o girada una liquidación tributaria igualmente mínima, la normativa obliga a la Administración a notificarla y ejecutarla, aunque el coste de la notificación, a través de Correos y, en caso necesario, por la publicación de edictos en los diarios oficiales, sea superior al ingreso que podría obtener el erario público.

¿Absurdo? Desde la óptica económica, sin duda. Pero seguir criterios puramente economicistas puede desembocar en desigualdades, en indefensión y en la quiebra del principio de legalidad. ¿Podemos admitir que una infracción no se sancione o que no se admita un recurso porque supone un coste excesivo? ¿Puede la legislación facultar a la Administración para incumplir las leyes, cuando su cumplimiento resulte excesivamente gravoso?

Lo que nos lleva a un punto esencial: la exigencia de indicadores objetivos de valoración de la acción de las Administraciones, de los directivos públicos y de los funcionarios o empleados públicos en general. En teoría, tal exigencia se presenta como algo perfectamente lógico y evidente y, si los indicadores elegidos son adecuados, sin duda ha de representar un beneficio, tanto para el conjunto de la sociedad como para el funcionario individual.

No hace falta insistir en la importancia de la eficiencia en la Administración y en cualquier otra parcela de la actividad, pública o privada. Pero, además, unos objetivos claros y un sistema transparente de fijación de los incentivos individuales, vinculado al cumplimiento de tales objetivos, redundarían en una mejor motivación de los empleados públicos y de las relaciones laborales en la Administración.

El problema es la definición de indicadores válidos cuando los fines de la acción pública no tienen una dimensión cuantitativa o, incluso, cuando la tienen, pero no constituye el único elemento a tener en cuenta para valorar la acción administrativa.

Así, la pólicía de tráfico tiene por finalidad incrementar la seguridad y fluidez del tráfico rodado. Pero resulta  muy difícil relacionar estos objetivos con la actuación concreta de cada agente y hacerlo con una periodicidad adecuada para que la valoración se refleje en los incentivos que perciben. Es más fácil acudir a un elemento claramente cuantitativo, como el número de multas o el importe de las que impone cada agente, lo que, lógicamente, ha de provocar que éstos olviden la regulación del tráfico y se centren en el desubrimiento de infracciones, aunque no tengan incidencia directa en la seguridad y fluidez de la circulación.

De igual manera, la Administración tributaria, cuya función consiste en recaudar el importe de los tributos, puede ser valorada fácilmente por el importe recaudado, olvidando que con ello se primán las actuaciones que han de desembocar en un ingreso fácil, en detrimento de las que presentan más dificultades, como son aquéllas que se basan en la utilización de estructuras complejas para ocultar el fraude y dificultar el cobro de las deudas tributarias cuando se llegan a descubrir.

No puedo aportar soluciones fáciles para los problemas apuntados. Creo que, en cualquier caso, la reforma de la Administración pública debe tomar en consideración las ideas esbozadas anteriormente y, sobre todo, respetar dos principios:

1. Toda la acción pública, sea del Gobierno o de la Administración, debe tener por norte la defensa del interés general. En particular, el interés general debe prevalecer frente a los intereses particulares de los políticos y de los funcionarios.

2. La Administración, sometida plenamente a la Ley y al derecho, como establece el artículo 31.1 de la Constitución, debe tener su propio ámbito, deslindado claramente de la política, en garantía de la legalidad y de los derechos de los ciudadanos.

Y, fuera ya de la política y de la Administración, resulta esencial, como cierre del sistema, una reforma de la Administración de Justicia, que garantice el respecto efectivo de las leyes, por los políticos, los funcionarios y los ciudadanos en general. Cualquier reforma de la Administración resultará inútil sin la existencia efectiva  de un control de legalidad de la actuación administrativa.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Pacto fiscal: ¿economía o ideología?

Espectacular. "La Vanguardia" informa, en portada y en la página 15 de su edición en papel (no así en su edición digital) de la presentación de la propuesta de pacto fiscal, efectuada por Josep Antoni Duran Lleida en la Llotja de Mar de Barcelona. Sin embargo, nada dice del contenido de esa propuesta, que califica como prioridad de CiU para el 20-N.

Como "La Vanguardia" no es precisamente un medio hostil al nacionalismo, hay que entender que no informa del contenido de esa propuesta porque tampoco el Sr. Duran Lleida lo expuso. Es decir, que siguen con su tradicional política de emitir mensajes ambiguos, que no comprometan y de basarse en la fe de los fieles, en el fervor patriótico de los que se sienten únicamente catalanes.

Éso sí, dentro de su ambigüedad, procuran convencer al electorado de que el pacto fiscal supondrá una mejor financiación para Cataluña y, por tanto, reportará beneficios tangibles, a fin de convencer a quienes no comparten su fe mediante argumentos que se presentan como racionales. Es lo que pretende el artículo firmado por Jordi Pujol, también en "La Vanguardia".http://www.lavanguardia.com/opinion/articulos/20111105/54237523323/que-no-se-repita.html

En la entrada anterior de este blog se analiza este argumento: en esencia, el concierto económico, que constituye el modelo del pacto fiscal, no garantiza una mejor financiación, ya que ésta depende del criterio de reparto (en el concierto, el cálculo del cupo), que ha de ser producto de una negociación cuyo resultado no es posible anticipar.

De forma que el pacto fiscal, en realidad, tiene una función esencialmente identitaria (véase la conclusión del artículo de Jordi Pujol). Se trata fundamentalmente de ahondar las diferencias entre Cataluña y el resto de España, con la finalidad de, por una parte, construir la nación catalana y, por otra, justificar una futura independencia.

El fundamento último de la propuesta de pacto fiscal no pertenece, en última instancia, al ámbito de lo racional, sino al de la fe y los sentimientos. En efecto, los que braman contra el expolio de Cataluña por parte de España no admiten siquiera plantear la posibilidad de que la distribución territorial del presupuesto de gastos de la Generalitat pueda ser injusta: que unas provincias, comarcas o poblaciones de Cataluña reciban menos servicios o fondos de los que corresponderían a los impuestos que pagan, en beneficio de otras, en que sucedería lo contrario. ¿Por qué?

La respuesta es evidente: para los partidarios del pacto fiscal, Cataluña constituye una unidad, un todo, porque es una nación. En consecuencia, el producto de los impuestos pagados por los contribuyentes catalanes ha de retornar íntegro a Cataluña. En cambio, las provincias, comarcas o municipios de Cataluña son partes del todo, por lo que la distribución no tiene porqué basarse en los mismos criterios. Por ello, si parte de los impuestos pagados por los contribuyentes de Cataluña benefician a los habitantes de otras partes de España, se trata de un expolio, mientras las diferencias entre distintas partes del territorio catalán son sólo el resultado de una prudente distribución de los fondos públicos según las necesidades (¿electorales?) de cada parte del territorio.

(Por cierto, el Sr. Duran Lleida, según nos dice "La Vanguardia" utilizó la palabra expolio, sinónimo en castellano -como espoli en catalán- de robo. Isabel García Pagán http://www.lavanguardia.com/opinion/articulos/20111104/54237809466/ahora-si-toca.html nos dice que Jordi Pujol asumió ayer culpas por la injusta financiación catalana en democracia. ¿Quiere decir que Pujol admitió haber sido cómplice en el robo? Tal vez debieran cuidar más su lenguaje.)

Un modelo similar al concierto económico vigente en el País Vasco (o al convenio económico de Navarra) puede no aportar más recursos económicos a Cataluña, pero cuadra bien con la ideología nacionalista: los impuestos generados en Cataluña son recaudados por la Administración catalana y se quedan en Cataluña, salvo una aportación (casi diría, graciosa aportación) para el pago de servicios estatales y a la solidaridad. La cuantía de esta aportación es lo de menos, puede camuflarse para presentarlo como el desiderátum.

Ahora bien, lo anterior no significa que cualquier distribución de los impuestos pagados por los contribuyentes de Cataluña -o de cualquier otra parte de España- sea justa o adecuada. Y, por tanto, la reivindicación de que se reduzca el llamado déficit fiscal puede ser apoyada por quienes no comulgan con el nacionalismo, compartida por quienes, desde otras Comunidades Autónomas, se encuentran en una situación similar y hasta aceptada por los beneficiarios del desequilibrio actual.

Pero constituye un error mezclar la financiación con la pretensión de reconocimiento de la diferencia catalana, porque reivindicar un trato diferenciado y más dinero se asemeja a reclamar privilegios y, lejos de aparecer como la corrección de una situación injusta y perjudicial para Cataluña, se presenta como la exigencia de un trato mejor para Cataluña a costa de las Comunidades menos desarrolladas. Fue el error del tripartito, que pretendió resolver la financiación mediante un nuevo Estatuto, planteado como un pacto bilateral de corte confederal y, probablemente, será el error de los nacionalistas, que insisten en la misma idea.

En definitiva, si el Gobierno de la Generalitat debe mostrar sus prioridades. Si quiere una mejor financiación, ha de reclamar un reparto distinto, sin poner en cuestión el modelo común. Si quiere un trato diferenciado, por considerar que favorece la construcción de la nación catalana (y sus expectativas electorales), ha de aceptar que tendrá que pagar un precio. Y, en las actuales circunstancias, este precio será en dinero.

domingo, 23 de octubre de 2011

El pacto fiscal

El proyecto estrella del Govern de la Generalitat y, quizá más específicamente de su Presidente, es el denominado "pacto fiscal". Y escribo "el denominado pacto fiscal" porque todavía no sabemos en qué ha de consistir. Sólo sabemos que ha de ser equivalente al concierto económico del País Vasco y que debe constituir un acuerdo pactado bilateralmente entre el Estado y la Generalitat.

Creo que hay dos preguntas fundamentales, que podemos intentar responder en este momento: si el pacto fiscal es posible, y si es beneficioso. Naturalmente, no podemos responderlas de acuerdo con el contenido de un pacto que no existe ni ha sido propuesto, por lo que lo haremos tomando como referencia el citado concierto.

El concierto económico que rige en el País Vasco, al igual que el convenio económico de Navarra presenta tres características fundamentales:

- La Comunidad o las Diputaciones tienen una amplia capacidad normativa. Pueden aprobar y modificar las leyes que rigen sus propios tributos (con alguna excepción, como el IVA) , si bien estas leyes tienen que estar armonizadas con las estatales.

- Las Diputaciones vascas hacen suya la totalidad de la recaudación impositiva generada en sus respectivos territorios (hay excepciones, como los Impuestos sobre el tráfico exterior). Satisfacen al Estado una cantidad, denominada "cupo" en el País Vasco y "aportación" en Navarra, en contraprestación de los servicios públicos no transferidos (que sigue prestando el Estado) y en concepto de aportación al Fondo Interterritorial de solidaridad.

-Las instituciones forales se hacen cargo de la gestión, inspección, liquidación y recaudación de los tributos y de la revisión de los actos dictados en el desarrollo de estas funciones (también con ciertos matices).

La primera de estas características supone que las Comunidades forales tienen sus propios sistemas fiscales, distintos del estatal, aunque coordinados con él. Puesto que el artículo 31.1 de la Constitución dispone que Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad ecónómica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio, la existencia de estos sistemas fiscales sólo es compatible con el texto constitucional en virtud de lo establecido en la disposición adicional primera, según la cual La Constitución ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales.

Parece excesivamente forzado afirmar que Cataluña es, a estos efectos, un territorio foral, por lo que es poco probable que esta excepción pueda ser ampliada para dar cobertura constitucional a un sistema fiscal catalán diferenciado del estatal. No obstante, todas las Comunidades Autónomas de régimen común disponen de una capacidad normativa en materia fiscal que se extiende a los tributos de titularidad estatal, por lo que, si bien no es factible un concierto en sentido propio, sí lo es atribuir a la Generalitat una amplia capacidad normativa en materia fiscal.

La segunda característica constituye el núcleo esencial del sistema de concierto. La Comunidad (en rigor, en el País Vasco, las Diputaciones forales) hacen suya la recaudación íntegra de los tributos en su territorio, una vez satisfecho el importe del cupo. Los partidarios del concierto dan por sentado que esta característica ha de suponer un incremento de los recursos financieros que quedan en manos de las instituciones catalanas.

Esta conclusión debe ser examinada con detenimiento. El incremento de los recursos tributarios que han de quedar en manos de la Generalitat puede venir, en la hipótesis de aplicar un régimen similar al concierto en Cataluña, de dos orígenes:

- Un aumento de la capacidad recaudatoria del sistema, como consecuencia del ejercicio de las facultades normativas y de gestión que pasarían a la Generalitat. No se puede descartar, pero tampoco puede darse por sentado. Sobre todo, por cuanto la gestión del sistema tributario corresponderá a las mismas personas que la desarrollan hoy en día, dada la dificultad que supondría la creación ex novo de una Administración tributaria y, en cuanto a la normativa, por el temor a ahuyentar contribuyentes como consecuencia de una mayor presión fiscal.

- Que el el importe a satisfacer al Estado en contrapartida de los servicios no transferidos y de la aportación a la solidaridad resulte inferior al importe que en el sistema actual el Estado retiene. Dicho en otros términos, que la fórmula de determinación del cupo sea tan favorable a la Generalitat como lo es a las instituciones vascas.

El cupo se determina (al igual que la aportación navarra) mediante un sistema pactado entre el Estado y las  instituciones forales, cuya vigencia es de cinco años. Ello significa que cada cinco años es precisa una negociación de la que resultarán las cantidades (o proporciones) que han de ir destinadas al Estado y las que han de permanecer en manos de las Diputaciones.

En este aspecto, el sistema no es tan diferente del actual: poco importa quién se encargue de la recaudación, si el producto es el mismo y el criterio de reparto no varía. En una sociedad con dos socios que participan respectivamente, por ejemplo, en el 60% y el 40%, tanto da que cobre el primero y entregue al segundo su parte o viceversa; lo que cuenta es el volumen total y las proporciones respectivas.

En consecuencia, el resultado de aplicar el régimen de concierto dependerá de la forma de calcular el cupo, de la forma de expresarlo y de la evolución de la economía. Si el cupo se fija en unidades monetarias, es inferior a la parte de la recaudación tributaria en Cataluña que el Estado retiene y el PIB catalán se mantiene, los recursos financieros de la Generalitat aumentarán. Si es igual o superior a la cantidad que ahora queda para el Estado, con un PIB similar, se mantendrá o disminuirá. Si el PIB queda por debajo del previsto al pactar el método de cálculo, los recursos de la Generalitat se reducirán. En cualquier caso, las instituciones catalanas no pueden garantizar un crecimiento positivo de la economía, pero tampoco que el resultado de la negociación arroje un resultado favorable a la Comunidad, por lo que considerar el concierto beneficioso en sí mismo constituye una falsedad.

Esta característica del concierto no choca con ningún obstáculo insuperable. La Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas puede modificarse para establecer un sistema de cupo. El único problema es que tendrá que ser aprobado por las Cortes Generales y ser aplicable a todas las Comunidades, salvo que se encuentre algún argumento que justifique limitarlo a Cataluña sin violar el principio de igualdad.

Ya nos hemos referido al tercer elemento del concierto: la gestión tributaria, que corre a cargo de la Administración autonómica, no de la estatal. Tampoco aquí se puede garantizar una mejora, especialmente por cuanto la Generalitat no dispone de efectivos suficientes para asumir la función sin que se le trasnfieran los recursos humanos de la Agencia Estatal de Administración Tributaria en la Comunidad, con sus virtudes y sus defectos.

Tanto la LOFCA, antes citada, como el Estatuto de Autonomía de Cataluña prevén la delegación de la gestión, liquidación, inspección y recaudación de los tributos a la Comunidad, por lo que este elemento tampoco presenta problemas de constitucionalidad.

Pero el régimen de concierto o convenio, tal como ahora existen en el País Vasco y Navarra, supone una serie de consecuencias negativas, tanto para la Administración tributaria como para los contribuyentes:

- Las empresas que actúan en todo el territorio español han de presentar, cada trimestre o cada mes, por determinados conceptos tributarios, una declaración a cada una de las Administraciones tributarias: el Estado, las Diputaciones forales de Álava, Gipuzkoa y Bizkaia y la Hacienda tributaria navarra. Una nueva declaración, a presentar a la Agencia Tributaria de Cataluña sería ya la sexta (no digamos si otras Comunidades obtienen la gestión de los tributos ahora estatales).

- La complejidad que supone la presentación de esta pluralidad de declaraciones se ve incrementada al existir plazos y modelos diferentes para cada Administración.

- La existencia de diversas normativas supone también un incremento del coste del cumplimiento de las obligaciones fiscales por parte de las empresas, que deben determinar cual de ellas es aplicable en cada concepto y en qué medida.

- Si cada Administración tributaria tiene su propia base de datos, a la que no tienen acceso las restantes, salvo de forma restringida, se crean zonas de sombra, que pueden ser aprovechadas para la defraudación y, en cualquier caso, generan procedimientos administrativos inútiles que causan molestias y suponen un evidente coste.

En definitiva, la adopción de un sistema similar al concierto económico en Cataluña ha de suponer un incremento de las cargas fiscales de las empresas y una mayor dificultad para la correcta aplicación de la normativa tributaria, así como un mayor coste, por la pérdida de sinergias y economías de escala. Por otra parte, si puede suponer una mejora de la financiación de la Generalitat, ello depende del resultado de una negociación que, además, se ha de renovar periódicamente, bajo diferentes correlaciones de fuerzas.

Eso sí, desde un punto de vista político, la petición del pacto fiscal sólo ofrece ventajas para el partido en el gobierno en Cataluña. Si se consigue el pacto, sea o no positivo, se presentará como una gran victoria. Sí además representa una mejora en la financiación, otorgará más recursos a las instituciones catalanas. Y si no se logra, el aprovechamiento político del victimismo a corto plazo y el crecimiento del apoyo a la independencia, evidente propósito último del nacionalismo, no dejarán de ser réditos políticos para los nacionalistas.

http://www.lavanguardia.com/opinion/articulos/20111028/54236550721/hace-mas-de-cien-anos.html

lunes, 15 de agosto de 2011

Fiscalidad de los trabajadores

En "La Vanguardia" de ayer, domingo 14 de agosto, Antonio Durán-Sindreu publica una Tribuna bajo el título "Fiscalidad y trabajo". En ella afirma que Si el trabajo es la fuente originaria de creación de riqueza, es un contrasentido que sea, a su vez, la que más fiscalidad soporta. Afirma, en consecuencia, que es necesario aligerar la fiscalidad sobre el trabajo y, considerando la Seguridad Social como un impuesto, propone reducir el coste que supone para las empresas. Y, para contrarrestar el consiguiente descenso de la recaudación, propone incrementar el IVA y los Impuestos Especiales.

La Seguridad Social protege al trabajador frente a contingencias presentes, como la enfermedad, y futuras, como la jubilación, que implican una disminúción o desaparición de los ingresos procedentes del trabajo y un aumento de las necesidades. En consecuencia, si las cuotas de la Seguridad Social se pueden calificar como un impuesto, ya que son exigidas coactivamente por el Estado, también pueden ser presentadas como una retribución, en parte en especie y, en parte, diferida, del trabajo.

La propuesta del Sr. Durán-Sindreu supone reducir la retribución que percibe el trabajador del empresario, ya que éste dejará de satisfacer esas cuotas o pagará un importe inferior. La diferencia para mantener las prestaciones del sistema deberá ser aportada por el Estado, con cargo a los impuestos pagados por los ciudadanos.

Pero este incremento del gasto público exige, como reconoce expresamente el Sr. Durán-Sindreu, un aumento de la recaudación impositiva. Pero no a través de los impuestos directos y, en particular, del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, la figura con más capacidad redistributiva, sino a través de los impuestos sobre el consumo, el Impuesto sobre el Valor Añadido y los Impuestos Especiales, impuestos que tienen un carácter claramente regresivo.

¿Qué significa este carácter regresivo? Sencillamente, que recaen en mayor medida sobre las personas con menor capacidad económica. En un ejemplo simplificado: imaginemos una persona o familia que obtiene una renta de 100 unidades, que cubren exactamente sus necesidades (no puede ahorrar); paga en concepto de IVA el 18% de esa renta. Imaginemos ahora otra persona o familia idéntica, pero que percibe una renta de 1.000 unidades. Podría vivir con 100 unidades y ahorrar 900. En este caso límite (y totalmente hipotético, claro está), pagaría el 1,8% de su renta en concepto de IVA. Cuanto mayor es el ahorro efectivo, que depende en parte de la capacidad de ahorro, es decir, de la renta, menor es la proporción de esa renta satisfecha en concepto de impuesto sobre el consumo.

La conclusión es evidente: el Sr. Durán-Sindreu propone reducir los costes de las empresas trasladándolos a los trabajadores, haciendo que la financiación de la Seguridad Social pase a ser soportada en mayor medida por éstos. Como los empresarios seguirán apropiándose de los beneficios de sus empresas, que habrían de ser mayores con la disminución de los costes y no se verían mermados por la imposición directa sino en la misma medida que ahora (o, incluso en menor medida, si se reducen el Impuesto sobre Sociedades y el IRPF), el conjunto supone una traslación de renta a favor de los que más tienen.

Por ello, en nuestra opinión, si resulta preciso favorecer la creación de empresas mediante incentivos fiscales, éstos han de tener un carácter claramente temporal, de manera que, una vez superada la crisis, las clases populares resulten compensadas mediante un incremento de su participación en el Producto Interior Bruto, fundamentalmente mediante un incremento de la imposición directa sobre las rentas más altas.

domingo, 7 de agosto de 2011

Los empresarios

Hoy, domingo 7 de agosto, "La Vanguardia" publica una Tribuna del presidente de Foment del Treball, Joaquim Gay de Montell`, bajo el título "Tiempos revueltos". En ella, el Sr. Gay da consejos a las Administraciones públicas acerca de lo que deben hacer ante la durísima situación de le economía española. La verdad es que su lectura me ha dejado mal sabor de boca.

Es muy cierto que los políticos han respondido tarde y mal a la crisis, sobre todo el Gobierno de España. José Luis Rodríguez Zapatero, pero también los restantes mandatarios de nuestro país no se han preocupado sino de conservar o mejorar sus expectativas electorales, utilizando para ello los poderes que les hemos confiado y los fondos que les hemos entregado para usar en beneficio de los ciudadanos. Pero, ¿qué hay de los empresarios?

No he visto que en ningún momento las instituciones representativas de los empresarios hayan hecho autocrítica, reconociendo su participación en la génesis de la crisis económica y su parte de culpa en que sigamos hundidos en ella, sin salir a flote, a diferencia de otros países.

¿Acaso el excesivo peso de la construcción en la economía española no se debió a que los empresarios desdeñaron otros sectores, más difíciles, sin duda, para lanzarse en masa a invertir en el ladrillo, en busca de pelotazos fáciles e inmediatos, sin preocuparse del futuro?

¿No tienen nada que ver los empresarios, que pagaban sueldos altos a trabajadores sin formación en detrimento de los más cualificados, con la penosa situación de la educación?

¿Olvidamos que en todo caso de corrupción, por definición, concurren un cargo público, frecuentemente uno o más intermediarios y un empresario?

¿Creemos realmente que los bancos son entes impersonales, casi entelequias, en lugar de empresas especializadas en negociar con dinero ajeno, regidas por los correspondientes empresarios? y, por consiguiente, ¿no serán estos empresarios responsables de la crisis, en cuanto asumieron un riesgo excesivo y demasiado concentrado? Y, ¿no son también responsables de la falta de crédito para la reactivación de la economía, al mantener una cartera inmobiliaria inactiva, para evitar reconocer las pérdidas que ellos mismos provocaron?

Los empresarios reclaman a las Administraciones públicas que asuman las pérdidas que su irresponsable política generó, repartiéndolas entre los contribuyentes, y que creen las condiciones precisas para que ellos, sin riesgo o con un riesgo moderado, vuelvan a ganar dinero. Esperan que el Estado actúe como locomotora de la economía, para ponerse luego a rebufo y atribuirse todo el mérito. Y, además, querrán volver a las andadas, a ganar dinero con los pelotazos inmobiliarios y el ladrillo.

Eso sí, hay excepciones. Empresarios que han apostado por crear valor, ya sea mediante el empleo de las nuevas tecnologías o, simplemente, cuidar la calidad en bienes y servicios tradicionales. Que no buscan el pelotazo, sino la satisfacción de necesidades que, quizá, no han sido advertidas o eran cubiertas de formas menos adecuadas. A ellos les necesitamos. Desgraciadamente, por lo que se ve,son una minoría.

viernes, 29 de julio de 2011

David Madí

El conocido político nacionalista, David Madí, que abandonó la política activa una vez CiU hubo ganado las elecciones para pasar a la actividad privada, ha sido designado presidente del consejo asesor de Endesa en Cataluña.

Desde otras posiciones políticas se ha relacionado este nombramiento con un contencioso que enfrenta a Endesa con la Generalitat, que ha de imponer a la empresa una sanción económica que podría ser millonaria.

De igual manera, se ha señalado que la consultora Deloitte ha contratado al Sr. Madí como consultor a tiempo parcial. Precisamente Deloitte, que tiene que auditar las cuentas de entidades dependientes de la Generalitat en virtud de un sustancioso contrato.

Por supuesto, estas circunstancias son sospechosas. La sombra de una transacción ilegal y no declarada planea sobre estos nombramientos. Pero hay algo más.

Sin duda, el Sr. Madí es una persona muy inteligente, trabajadora y con una experiencia importante en materia de campañas electorales y marketing político. Pero, estos activos ¿justifican su nombramiento como asesor de una compañía energética? ¿Qué sabe D. David Madí del mercado energético, de las circunstancias en que se desarrolla el trabajo de una compañía de electricidad? O, ¿para qué quiere Endesa un experto en la planificación y dirección de campañas electorales? ¿qué parte del negocio de Deloitte se refiere al asesoramiento electoral?

Evidentemente, estas preguntas son retóricas. Lo que ofrece el Sr. Madí, lo que compran Endesa y Deloitte es su agenda de contactos y, muy especialmente, su vinculación al Presidente de la Generalitat, que le da fácil acceso y, se supone, influencia.

Y, por supuesto, estos activos sólo pueden servir para una cosa: para que quien los ha adquirido se sitúe en una posición de privilegio respecto de sus competidores, para que disponga de una ventaja que no procede de la excelencia de los bienes y servicios que aporta al mercado.

Esta es, en definitiva, la esencia de la corrupción: influir en una decisión mediante argumentos que no son los que el encargado de adoptarla debería tomar en cuenta. Unas veces cae en el campo del derecho penal; otras, fuera. Pero siempre perjudica a quienes pagan, aquéllos cuyo interés debería prevalecer.

Y, lo que es peor, el caso que comentamos es solo uno más. Es tan corriente que un político prominente se incorpore a cargos bien remunerados en la empresa privada que la sociedad lo considera normal y, sobre todo, que pone de manifiesto que resulta beneficioso: para la empresa y para el político. ¿Los ciudadanos?¿A quién le importan los ciudadanos?