domingo, 6 de noviembre de 2011

La reforma de la Administración

Hoy, "La Vanguardia" en papel publica un artículo de Francisco Longo, titulado "Un choque de gestión" sobre la reforma de la Administración pública, acompañado por un resumen del contenido de  los programas de las formaciones políticas acerca de este mismo punto. Por otra parte, el blog  "Desafectados", de Inma Ranera pregunta "¿Quién se atreverá a auditar las Administraciones públicas? http://blogs.lavanguardia.com/desafectados/?p=274

Creo que, junto a algunas propuestas correctas, al menos sobre el papel, aparecen en estos textos muchos errores, producto de prejuicios muy extendidos, del desconocimiento o, lo que es peor, de la concepción de la política como un modus vivendi, olvidando que su fin último es el interés general.

El primer error consiste en la confusión entre Gobierno y Administración, entre política y gestión pública. El Gobierno (estatal, autonómico o local) debe definir las directrices de la acción pública, dentro del marco constituido por la Constitución, los Estatutos de autonomía y las leyes (incluyendo la posibilidad de presentar proyectos de ley, en su caso). Debe adoptar decisiones, en particular aquéllas en que las leyes permiten un margen de discrecionalidad y las opciones existentes pueden orientarse en función de una ideología o de una determinada escala de valores. Su legitimación democrática le permite elegir entre estas opciones a sabiendas de que su elección no será compartida por todos los ciudadanos.

La Administración se centra en el nivel técnico. Le corresponde gestionar los servicios públicos, de acuerdo con lo dispuesto en las leyes y con las directrices fijadas por el Gobierno. Si dispone de un margen de discrecionalidad, debe ser de carácter exclusivamente técnico: determinar cuál es la mejor forma de alcanzar los objetivos que han fijado las instancias políticas. Su legitimación proviene de su sometimiento a las leyes (debe hacer lo que disponen las normas jurídicas, exclusivamente) y de su capacidad técnica.

Naturalmente, el deslinde entre ambos niveles no puede ser rígido. La Administración debe asesorar a los políticos acerca de los condicionamientos técnicos de sus decisiones; por otra parte, los políticos pueden  tener conocimientos técnicos o recurrir a especialistas ajenos a la correspondiente Administración y, por tanto, entrar en el ámbito de la ejecución de sus decisiones.

Esta distinción se traduce en que la Administración puede, y debe, constituir un límite a la discrecionalidad inherente a la acción política. Puede, y debe, decirle al Gobierno que una determinada decisión es imposible o ilegal. Ello supone que la Administración tiene un cierto poder que, dentro de sus límites propios, redunda en beneficio de los ciudadanos. Por supuesto, este poder también puede ser utilizado en beneficio de la propia Administración o, mejor, de determinados grupos dentro de ella, en particular determinados cuerpos funcionariales (a este respecto, la serie "Si, Ministro" de la BBC, es un auténtico tratado acerca de la política y de las relaciones entre política y Administración).

Pero el objetivo de los políticos es siempre conseguir el poder, cuanto más poder mejor, por lo que rechazan cualquier tipo de límites. De ahí su interés en controlar y dominar la Administración, a fin de eliminar el límite señalado. Cuanto mayor sea ese control, más probabilidades existen de que acometan proyectos ineficientes o de dudosa legalidad. Los aeropuertos sin vuelos o el Estatuto catalán de 2006 son buenos ejemplos de ambas clases de errores.

Estos errores se deben, en muchos casos, a la aplicación de criterios erróneos para valorar las actuaciones públicas. La construcción de aeropuertos o líneas de alta velocidad cuya existencia no se justifica económicamente se debe a que se ha hecho primar el interés político (la captación de votos) sobre el económico. Desde un punto de vista político, eran decisiones acertadas, desde la óptica de la eficiencia, totalmente absurdas.

Pero este mismo problema se plantea también en el ámbito propiamente administrativo. El enjuiciamiento de los actos concretos de gestión administrativa se puede efectuar desde el punto de vista de la legalidad o desde el de la eficiencia. Las exigencias de reforma de la Administración se formulan desde este último punto de vista, pero olvidan que es el primero el que, por mandato constitucional, debe prevalecer y, en la práctica, condiciona toda la acción administrativa. Así, dictado un acto administrativo imponiendo una sanción pecuniaria de escaso importe o girada una liquidación tributaria igualmente mínima, la normativa obliga a la Administración a notificarla y ejecutarla, aunque el coste de la notificación, a través de Correos y, en caso necesario, por la publicación de edictos en los diarios oficiales, sea superior al ingreso que podría obtener el erario público.

¿Absurdo? Desde la óptica económica, sin duda. Pero seguir criterios puramente economicistas puede desembocar en desigualdades, en indefensión y en la quiebra del principio de legalidad. ¿Podemos admitir que una infracción no se sancione o que no se admita un recurso porque supone un coste excesivo? ¿Puede la legislación facultar a la Administración para incumplir las leyes, cuando su cumplimiento resulte excesivamente gravoso?

Lo que nos lleva a un punto esencial: la exigencia de indicadores objetivos de valoración de la acción de las Administraciones, de los directivos públicos y de los funcionarios o empleados públicos en general. En teoría, tal exigencia se presenta como algo perfectamente lógico y evidente y, si los indicadores elegidos son adecuados, sin duda ha de representar un beneficio, tanto para el conjunto de la sociedad como para el funcionario individual.

No hace falta insistir en la importancia de la eficiencia en la Administración y en cualquier otra parcela de la actividad, pública o privada. Pero, además, unos objetivos claros y un sistema transparente de fijación de los incentivos individuales, vinculado al cumplimiento de tales objetivos, redundarían en una mejor motivación de los empleados públicos y de las relaciones laborales en la Administración.

El problema es la definición de indicadores válidos cuando los fines de la acción pública no tienen una dimensión cuantitativa o, incluso, cuando la tienen, pero no constituye el único elemento a tener en cuenta para valorar la acción administrativa.

Así, la pólicía de tráfico tiene por finalidad incrementar la seguridad y fluidez del tráfico rodado. Pero resulta  muy difícil relacionar estos objetivos con la actuación concreta de cada agente y hacerlo con una periodicidad adecuada para que la valoración se refleje en los incentivos que perciben. Es más fácil acudir a un elemento claramente cuantitativo, como el número de multas o el importe de las que impone cada agente, lo que, lógicamente, ha de provocar que éstos olviden la regulación del tráfico y se centren en el desubrimiento de infracciones, aunque no tengan incidencia directa en la seguridad y fluidez de la circulación.

De igual manera, la Administración tributaria, cuya función consiste en recaudar el importe de los tributos, puede ser valorada fácilmente por el importe recaudado, olvidando que con ello se primán las actuaciones que han de desembocar en un ingreso fácil, en detrimento de las que presentan más dificultades, como son aquéllas que se basan en la utilización de estructuras complejas para ocultar el fraude y dificultar el cobro de las deudas tributarias cuando se llegan a descubrir.

No puedo aportar soluciones fáciles para los problemas apuntados. Creo que, en cualquier caso, la reforma de la Administración pública debe tomar en consideración las ideas esbozadas anteriormente y, sobre todo, respetar dos principios:

1. Toda la acción pública, sea del Gobierno o de la Administración, debe tener por norte la defensa del interés general. En particular, el interés general debe prevalecer frente a los intereses particulares de los políticos y de los funcionarios.

2. La Administración, sometida plenamente a la Ley y al derecho, como establece el artículo 31.1 de la Constitución, debe tener su propio ámbito, deslindado claramente de la política, en garantía de la legalidad y de los derechos de los ciudadanos.

Y, fuera ya de la política y de la Administración, resulta esencial, como cierre del sistema, una reforma de la Administración de Justicia, que garantice el respecto efectivo de las leyes, por los políticos, los funcionarios y los ciudadanos en general. Cualquier reforma de la Administración resultará inútil sin la existencia efectiva  de un control de legalidad de la actuación administrativa.

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