viernes, 15 de enero de 2016

España, ¿nación de naciones?

Diversas voces, presumiblemente bienintencionadas, están proponiendo, como vía para conseguir el encaje de Cataluña ene España o, en general, para resolver el problema de la estructura territorial del Estado, el reconocimiento en la Constitución de la condición nacional de Cataluña, bien bajo la fórmula de Estado plurinacional (lo que supondría aceptar que España no es una nación, siéndolo únicamente Cataluña, el País Vasco, Galicie y, quizá, el resto, bajo la denominación de España o la de Castilla) o bien mediante el discutible concepto de "nación de naciones", que atribuiría la condición de naciones tanto al todo como a las partes.


Tanto entre quienes aceptan esta propuesta como entre quienes se oponen a ella algunos advierten de los riesgos que conlleva. Así, entre los primeros, Fernando Savater (“Ni podemos ni debemos”, El País, 7 de enero de 2016) afirma que Los nacionalistas locales quieren convertir la diversidad cultural en fundamento de separación política. Es decir, convierten las culturas —optativas, cambiantes, mestizas— en estereotipos estatalizables de nuevo cuño, que definen ciudadanías distintas a la del Estado de derecho común. Aquí comienza lo inadmisible.

Gabriel Tortella  ("La nación de las naciones", El Mundo, 8 de enero de 2016"), entre los segundos, afirma directamente que En principio, se trata de un concepto contradictorio (el de nación de naciones) porque la palabra nación, en su significado estrictamente político, el que se viene utilizando desde la Revolución francesa, es el de un conjunto de ciudadanos que comparte un territorio y se organizan bajo un Estado, donde imperan los principios de libertad, igualdad y soberanía.

Ambos autores tienen razón: el nacionalismo catalán (como el vasco) pretende el reconocimiento nacional y, como consecuencia ineludible, el reconocimiento de su soberanía, que en cualquier momento puede ser ejercida mediante la creación de un Estado independiente.

Ahora bien, la realidad es un poco más compleja. Savater menciona la diversidad cultural como fundamento de separación política. Tortella alude a un concepto metafísico de nación, contrapuesto al político y que implica una comunidad cultural. Pero en Cataluña no existe una unidad cultural, sino una coexistencia de dos culturas principales (y otras muchas aportaciones minoritarias) o, mejor, un mestizaje cultural. En cualquier caso, hay por lo menos tantos motivos para unir como para separar, si no más.

El reconocimiento de que Cataluña es una nación supondría la consagración de la diferencia (en concreto, en la Constitución española) aunque no exista en la realidad o, por mejor decir, aunque no sea completa. Con ello, los nacionalistas quedarían legitimados para llevar adelante su proyecto, consistente en la profundización de la diferencia, la separación cultural y sentimental respecto de España a las que alude el concepto de construcción nacional de Cataluña

Con el desarrollo de ese proyecto, llegaría un momento en que la independencia sería un voluntad predominante, si no unánime, lo que llevaría al ejercicio de esa soberanía que el concepto de nación incorpora y a la creación del Estado catalán.

En definitiva, el reconocimiento de Cataluña como nación no solo supondría la aceptación de su derecho a la separación (que, en una democracia difícilmente se puede negar a una parte de la comunidad cuando se dan determinadas circunstancias), sino que permitiría la utilización de todos los medios del poder estatal para imponer unos determinados rasgos culturales, unos determinados sentimientos, a la población.

Y, si alguien duda de que es así, que trate de responder a la siguiente pregunta: ¿por qué, si no, tiene tanta importancia el atribuir a una comunidad (ya sea Cataluña, ya sea España) la condición de nación, pese a la evidente indefinición de tal concepto?

 

miércoles, 6 de enero de 2016

El sentimiento nacionalista

Los seres humanos, seres eminentemente sociales, tenemos habitualmente un sentimiento positivo respecto del país al que pertenecemos. Es, sin duda, una manifestación de autoestima y contribuye a cohesionar el grupo del que, en definitiva, dependemos.

Ahora bien, nadie, o casi nadie, conoce todos los lugares del país en que vive. Menos aún conoce a todas las personas que habitan dicho país. Por tanto, el objeto de ese sentimiento positivo no es el país real, sino una idealización del mismo, una construcción mental formada a partir de las experiencias personales, distintas para cada individuo. Además, en esta construcción interviene un proceso de selección: cada cual elige aquellos elementos que le parecen realmente constitutivos del país y rechaza los que no considera relevantes, partiendo de un criterio puramente subjetivo.

Se trata de un fenómeno similar al que sucede cuando nos enamoramos: no nos enamoramos de la persona real, sino que completamos lo que sabemos de dicha persona, a la que tal vez acabamos de conocer, atribuyéndole cualidades y virtudes que quizá no posee, o no posee en el grado que le atribuimos, completando un cuadro ideal que no se ajusta a la realidad.

Este objeto que, como imaginario, es estrictamente personal, es definido o enunciado de formas similares por diversas personas, mediante la enumeración de las principales características que cada uno le atribuye: lengua, origen étnico, religión, tradiciones y costumbres, historia…Se llega así a hablar de nación, como un grupo social con unas características comunes, que homogeneízan a quienes lo componen a la vez que les diferencian de los demás.
No obstante, como hemos visto, los elementos que estas diferentes personas consideran constitutivas de la nación, no tienen por qué darse en la realidad ni tienen por qué revestir la importancia que les atribuyen.  De igual manera, en la realidad pueden darse otras características que, por resultar desagradables o atribuírseles poca importancia, no son tenidas en cuenta como constitutivas de la nación. 

Así, los españoles de lengua castellana minusvaloran la importancia de las restantes lenguas de España y de sus hablantes, así como los sentimientos antiespañoles que un número relevante de ellos presentan. De forma análoga, los catalanistas infravaloran o, incluso, ignoran la población de Cataluña de lengua castellana, pese a que es estadísticamente mayoritaria. 

Sin embargo, este sentimiento compartido de amor al país, de pertenencia, no tiene, por si mismo, naturaleza política. La política exige el planteamiento de un objetivo a alcanzar y ser lo que ya se es no constituye un objetivo válido ni, sobre todo, atractivo, movilizador. Para que surja un movimiento, un partido político nacionalista es preciso que ese sentimiento se transforme en un objetivo que se pretenda alcanzar a través de la acción política.

El objetivo del nacionalismo político consiste en extender a todo el país las características que, para los seguidores de ese movimiento, son relevantes, lo definen. Ello implica que esas características no sean ya universales en el país, bien por la presencia de individuos de otros orígenes que no las comparten, bien porque las influencias externas han provocado que se perdiesen incluso entre los originarios de dicho país. No tiene ningún sentido, en cambio, un movimiento nacionalista que se proponga conservar lo que ya existe y no resulta amenazado. 

Así, pese a la preocupación del general De Gaulle por la “grandeur de la France” no formó un partido nacionalista francés. No hubiese tenido sentido en aquel momento, en que la identidad francesa no se sentía amenazada. En cambio, medio siglo después, como consecuencia de la inmigración ha surgido el Frente Nacional de Le Pen y ha crecido hasta ser una de las fuerzas políticas fundamentales del país. De igual manera, el orgulloso aislamiento británico no dio lugar a un partido nacionalista inglés (o británico), pero la inmigración si ha dado lugar a la aparición del UKIP.

En Irlanda, en cambio, la mayoría de la población no conoce o, al menos , no utiliza la lengua irlandesa, pero no como consecuencia de una inmigración masiva desde Inglaterra, sino porque la dominación de Gran Bretaña sobre el Eire favoreció que los irlandeses adoptasen la lengua de los ocupantes.

La voluntad de extender las características que se consideran definitorias de la nación es evidente en nuestro país. El nacionalismo catalán lo manifiesta claramente en una de sus expresiones preferidas: la construcción nacional de Cataluña. Sólo tiene sentido construir lo que aún no existe o, al menos, no está completo. Por tanto, el uso de esa expresión implica, primero, que pretenden construir la nación catalana y, segundo, que esta nación aún no existe o, como mínimo, no está completa.

De la misma manera,  partidos como  el Partido Popular, cuyos cuadros, afiliados y simpatizantes comparten indudablemente un sentimiento nacional similar (pero cuyo objeto ideal no es Cataluña, sino España) no se define como partido nacionalista: en su imaginación, la nación española ya existe y, por tanto, no es preciso edificarla. Sólo cuando se advierte una amenaza se percibe como objetivo la defensa de la nación frente a la misma y surgen partidos claramente nacionalistas o los ya existentes asumen una beligerancia en este ámbito (la voluntad manifestada por el ministro Wert de “españolizar a los niños catalanes” es una clara prueba de lo que decimos).

La actual situación política en Cataluña expresa el conflicto entre dos nacionalismos encontrados e incompatibles, es decir, entre dos proyectos de país antagónicos: para unos y para otros, deben generalizarse a todo el país (al que respectivamente consideran su país) las características que definen a su nación, es decir, al objeto ideal de su sentimiento patriótico. Y el predominio de un nacionalismo implica la desaparición o, al menos, reducción de las características defendidas por el otro.

La independencia no es, en realidad, sino un medio para conseguir el triunfo del proyecto nacionalista catalán, eliminando la influencia del Estado español  que alienta el sentimiento nacionalista español. También es la consecuencia lógica del sentimiento nacionalista catalán: un país que presenta características esenciales propias y radicalmente diferentes de los países vecinos debe organizarse mediante un Estado propio. Simétricamente, la independencia de Cataluña supondría la quiebra, no de la España real (un país con diferencias lingüísticas y culturales al que se ha incorporado un número muy elevado de inmigrantes de diferentes orígenes), sino de la idea de España que comparten quienes la consideran su nación.

Ciertamente, la independencia de Cataluña tendría consecuencias tangibles por lo que no sería absurdo defenderla como objetivo político por motivos racionales. Pero, por una parte, esas consecuencias no están claras, sobre todo a corto o medio plazo; ignoramos cual sería la reacción de la economía ante la independencia, sobre todo ante una declaración unilateral de independencia. Tampoco podemos predecir con seguridad cual sería la reacción de los países europeos, varios de los cuales afrontan sus propias tensiones centrífugas.

Por otra parte, la consecuencia que parece más importante, el fin del denominado “expolio fiscal”, que se nos presenta como un argumento racional, se fundamenta en realidad en un prejuicio derivado del sentimiento nacionalista. Sólo dando por sentado que los impuestos pagados por los contribuyentes de Cataluña deben revertir íntegramente a los ciudadanos catalanes, en forma de servicios públicos, inversión estatal, ayudas, subvenciones…se puede sostener que “España nos roba”. El análisis basado en las balanzas fiscales podría efectuarse a nivel provincial, comarcal o municipal. La razón de que se descarte es, evidentemente, que en estos ámbitos los resultados de tal análisis no tienen la resonancia emocional que tienen cuando apoyan el enfrentamiento nacionalista.

De todo lo anterior se desprende que el conflicto catalán es irresoluble porque se plantea en términos que no permiten un compromiso. La construcción de la nación catalana excluye que Cataluña se integre en la nación española, y esta integración, a su vez, exigiría la desaparición de Cataluña como nación.

Ahora bien, el planteamiento puede efectuarse en otros términos. Primero, reconociendo que las naciones son tan solo objetos imaginarios, sin existencia real. Segundo, aceptando y respetando los sentimientos de todos los seres humanos. Tercero, renunciando a imponer nuestros propios sentimientos como ley común a todos los demás. A partir de estas bases y de los principios fundamentales de la democracia es posible la acción política para resolver cualquier conflicto.

Los perdedores

Texto de la carta remitida por el autor a D. Juan José López Burniol en respuesta al artículo que publicó en "La Vanguardia" titulado "Los perdedores". El artículo puede consultarse en https://arxivador.wordpress.com/2015/10/03/los-perdedores-juan-jose-lopez-burniol-la-vanguardia-3-10-15/

Apreciado Sr. López Burniol:

No se si le llegarán estas líneas, ya que tengo entendido que se ha jubilado de su profesión de Notario y la única dirección de correo electrónico que tengo de Ud. es la del Colegio Notarial.

En su artículo “Los perdedores”, publicado en “La Vanguardia” de hoy, 3 de octubre que, en lo demás comparto, propone como posible solución, cuatro puntos, de los cuales dos, a mi juicio, equivalen a asegurar el predominio de un extremo sobre el otro.

En efecto, propone Ud. reconocer a Cataluña la condición de nación y atribuir a la Generalidad competencias exclusivas en lengua, enseñanza y cultura, si bien los soberanistas deberían renunciar a la independencia. 

Ahora bien, la independencia es, simultáneamente, una consecuencia lógica y un instrumento para conseguir el objetivo de los nacionalistas: la construcción nacional de Cataluña. ¿Qué es eso?

Cataluña, como Ud. no puede ignorar (aunque tal vez no le guste reconocerlo) es un país en que, junto a la población que desciende de padres, abuelos, bisabuelos… ya nacidos aquí, vive una población nacida fuera o cuyos padres o abuelos vinieron desde otras partes de España y que conserva la lengua castellana, algunas costumbres de sus lugares de origen y una vinculación emocional con esos lugares y el país (España) al que pertenecen. Además, en su mayoría, esta segunda parte de la población ha creado también un vínculo emocional con Cataluña, adoptado costumbres y aprendido el catalán. 

La construcción nacional de Cataluña consiste en hacer que la lengua, cultura y costumbres catalanas (las del primer grupo) sean predominantes en número, logrando que los descendientes de inmigrantes abandonen su lengua, cultura y vinculación emocional con España, adoptando las de los catalanes “de origen”. Se trata de crear un país homogéneo en torno a la lengua y cultura aborígenes, partiendo de una situación de mezcla, de mestizaje en que (según el Idescat) el catalán es minoritario.

Afirmar que Cataluña es una nación es, claramente, afirmar que lo que no es sino un proyecto de futuro es ya una realidad. Si Cataluña es, actualmente, una nación, ¿por qué razón es preciso construirla?

Afirmar en la Constitución española que Cataluña es una nación supone, por una parte, predeterminar el modelo de país que se va a construir, aceptando el proyecto nacionalista catalán, cuando este proyecto no tiene ni siquiera la mayoría de votos, según parecen indicar las recientes elecciones (si bien sólo un referéndum podría aclarar definitivamente esta cuestión). Además, supone reconocer el derecho a la independencia, ya que es la única consecuencia que puede deducirse de tal reconocimiento.

Por todo ello, en mi opinión, la solución pasa por reconocer, unos y otros, que Cataluña no es homogénea, que no tiene un destino necesario y que su futuro lo elegiremos los ciudadanos, siempre por medios democráticos, algo que, precisamente, quieren evitar los catalanistas, convenciéndonos de que está ya escrito en la propia naturaleza de Cataluña.

Si ha llegado Ud. hasta aquí, le agradezco su atención. Un cordial saludo.