domingo, 13 de noviembre de 2011

Financiación y pacto fiscal

Hoy, "La Vanguardia" nos informa de los resultados de una encuesta que ha encargado al Instituto Noxa. Lo más espectacular es la ventaja que la encuesta asigna al PP sobre el PSOE, 70 esaños. Pero lo que me interesa comentar es otra cosa: la encuesta afirma que el 76 % de los catalanes está a favor del pacto fiscal que propugna CiU. http://www.lavanguardia.com/politica/20111113/54238847576/el-pacto-fiscal-se-consolida-como-una-exigencia-mayoritaria-de-los-catalanes.html

Por supuesto, no pienso negar el resultado de la encuesta o su validez. Pero sí quisiera ayudar a resolver un malentendido que, en mi opinión, está en la base de ese resultado. Este malentendido es que los ciudadanos creen que el pacto fiscal equivale a una mejor financiación, a más recursos financieros para Cataluña, cuando no es así.

En el sistema fiscal hoy vigente, el Estado recauda los impuestos más importantes (IRPF, IVA e Impuesto sobre Sociedades). Con el producto de esos impuestos (y otros de menor importancia recaudatoria) financia los servicios que presta la Administración estatal y las inversiones que realiza el Estado; además, cede a las Comunidades Autónomas una parte de esa recaudación. La diferencia entre el producto de los tributos recaudados en una Comunidad y los fondos que retornan a ella, sea en forma de servicios públicos, de inversión o de contribución al presupuesto de la Generalitat es lo que se denomina déficit fiscal.

El  contenido del denominado pacto fiscal no ha sido explicado, pero ha de ser equivalente al concierto vasco. En éste, las instituciones forales recaudan la mayor parte de los impuestos, entre ellos los tres antes citados, y su producto financia los presupuestos de las Diputaciones forales y del Gobierno vasco; además, satisfacen al Estado una cantidad, denominada "cupo" en concepto de retribución de los servicios que el Estado sigue prestando en territorio vasco y de aportación al Fondo de compensación interterritorial, que es la expresión de la solidaridad entre Comunidades Autónomas.

Así pues, en ambos casos los recursos financieros de la Comunidad son la diferencia entre la recaudación tributaria en su territorio y la parte que percibe el Estado, sea directamente, sea mediante transferencia de la Comunidad. El importe de esa diferencia no depende de la distribución de las competencias para la gestión de los tributos, sino de la regla de reparto que se establezca. (A estos efectos prescindimos de otros ingresos públicos, como los  patrimoniales o la deuda pública)

En el sistema común, hoy vigente, la regla de reparto viene fijada en la LOFCA. En el concierto, éste refleja unos criterios generales y la determinación del cupo corresponde a una negociación que se expresa en una Ley diferente, con una vigencia quinquenal.

En consecuencia, los resultados están totalmente abiertos, tanto en el sistema actual como en un hipotético concierto. En éste, los recursos que puedan quedar en manos del gobierno autonómico pueden ser inferiores que los producidos por aquél sin violentar el concepto de concierto. Todo depende de la forma de calcular el coste de los servicios públicos no transferidos y del importe en que se fije la aportación a la solidaridad.

Puesto que el coste de los servicios estatales puede ser fijado de forma exacta (aunque sea una tarea extremadamente compleja que incluye la elección entre criterios de imputación alternativos) la diferencia ha de provenir, en último término, de la aportación a la solidaridad. Si ésta se reduce en relación con el punto de comparación, los recursos financieros de la Comunidad se incrementan, con independencia de quién efectúe la recaudación. Si se incrementa, sucederá lógicamente lo contrario, tanto si la recaudación de los tributos la realiza la Agencia tributaria estatal o la de Cataluña.

La bondad del régimen de concierto no radica en la titularidad de las competencias tributarias, sino en el cupo pactado, muy favorable al País Vasco por razones exclusivamente políticas. La forma de cálculo, en un hipotético concierto catalán, no sería, ni mucho menos, tan favorable, por las diferentes circunstancias políticas y por la mayor aportación de la Comunidad al PIB estatal.

Por tanto, la reducción del déficit fiscal no pasa por el pacto fiscal, sino por la fijación de un límite a la aportación a la solidaridad, o por la reducción de la misma, sea en la revisión de la LOFCA o en la negociación de la ley del cupo.

Eso sí, la bilateralidad que implica la propia expresión "pacto fiscal" y la diferencia que supondría el reconocimiento de un régimen fiscal propio para Cataluña, tendrían gran importancia, desde el punto de vista de construcción de la realidad nacional catalana.  Supodrían un reconocimiento de esa diferencia y una profundización de la misma, lo que constituye uno de los principales objetivos del nacionalismo. Tan importante, que quizá estén dispuestos a renunciar a la mejora en la financiación a cambio de obtenerlos o de aprovechar el victimismo resultante de no conseguirlos.

domingo, 6 de noviembre de 2011

La reforma de la Administración

Hoy, "La Vanguardia" en papel publica un artículo de Francisco Longo, titulado "Un choque de gestión" sobre la reforma de la Administración pública, acompañado por un resumen del contenido de  los programas de las formaciones políticas acerca de este mismo punto. Por otra parte, el blog  "Desafectados", de Inma Ranera pregunta "¿Quién se atreverá a auditar las Administraciones públicas? http://blogs.lavanguardia.com/desafectados/?p=274

Creo que, junto a algunas propuestas correctas, al menos sobre el papel, aparecen en estos textos muchos errores, producto de prejuicios muy extendidos, del desconocimiento o, lo que es peor, de la concepción de la política como un modus vivendi, olvidando que su fin último es el interés general.

El primer error consiste en la confusión entre Gobierno y Administración, entre política y gestión pública. El Gobierno (estatal, autonómico o local) debe definir las directrices de la acción pública, dentro del marco constituido por la Constitución, los Estatutos de autonomía y las leyes (incluyendo la posibilidad de presentar proyectos de ley, en su caso). Debe adoptar decisiones, en particular aquéllas en que las leyes permiten un margen de discrecionalidad y las opciones existentes pueden orientarse en función de una ideología o de una determinada escala de valores. Su legitimación democrática le permite elegir entre estas opciones a sabiendas de que su elección no será compartida por todos los ciudadanos.

La Administración se centra en el nivel técnico. Le corresponde gestionar los servicios públicos, de acuerdo con lo dispuesto en las leyes y con las directrices fijadas por el Gobierno. Si dispone de un margen de discrecionalidad, debe ser de carácter exclusivamente técnico: determinar cuál es la mejor forma de alcanzar los objetivos que han fijado las instancias políticas. Su legitimación proviene de su sometimiento a las leyes (debe hacer lo que disponen las normas jurídicas, exclusivamente) y de su capacidad técnica.

Naturalmente, el deslinde entre ambos niveles no puede ser rígido. La Administración debe asesorar a los políticos acerca de los condicionamientos técnicos de sus decisiones; por otra parte, los políticos pueden  tener conocimientos técnicos o recurrir a especialistas ajenos a la correspondiente Administración y, por tanto, entrar en el ámbito de la ejecución de sus decisiones.

Esta distinción se traduce en que la Administración puede, y debe, constituir un límite a la discrecionalidad inherente a la acción política. Puede, y debe, decirle al Gobierno que una determinada decisión es imposible o ilegal. Ello supone que la Administración tiene un cierto poder que, dentro de sus límites propios, redunda en beneficio de los ciudadanos. Por supuesto, este poder también puede ser utilizado en beneficio de la propia Administración o, mejor, de determinados grupos dentro de ella, en particular determinados cuerpos funcionariales (a este respecto, la serie "Si, Ministro" de la BBC, es un auténtico tratado acerca de la política y de las relaciones entre política y Administración).

Pero el objetivo de los políticos es siempre conseguir el poder, cuanto más poder mejor, por lo que rechazan cualquier tipo de límites. De ahí su interés en controlar y dominar la Administración, a fin de eliminar el límite señalado. Cuanto mayor sea ese control, más probabilidades existen de que acometan proyectos ineficientes o de dudosa legalidad. Los aeropuertos sin vuelos o el Estatuto catalán de 2006 son buenos ejemplos de ambas clases de errores.

Estos errores se deben, en muchos casos, a la aplicación de criterios erróneos para valorar las actuaciones públicas. La construcción de aeropuertos o líneas de alta velocidad cuya existencia no se justifica económicamente se debe a que se ha hecho primar el interés político (la captación de votos) sobre el económico. Desde un punto de vista político, eran decisiones acertadas, desde la óptica de la eficiencia, totalmente absurdas.

Pero este mismo problema se plantea también en el ámbito propiamente administrativo. El enjuiciamiento de los actos concretos de gestión administrativa se puede efectuar desde el punto de vista de la legalidad o desde el de la eficiencia. Las exigencias de reforma de la Administración se formulan desde este último punto de vista, pero olvidan que es el primero el que, por mandato constitucional, debe prevalecer y, en la práctica, condiciona toda la acción administrativa. Así, dictado un acto administrativo imponiendo una sanción pecuniaria de escaso importe o girada una liquidación tributaria igualmente mínima, la normativa obliga a la Administración a notificarla y ejecutarla, aunque el coste de la notificación, a través de Correos y, en caso necesario, por la publicación de edictos en los diarios oficiales, sea superior al ingreso que podría obtener el erario público.

¿Absurdo? Desde la óptica económica, sin duda. Pero seguir criterios puramente economicistas puede desembocar en desigualdades, en indefensión y en la quiebra del principio de legalidad. ¿Podemos admitir que una infracción no se sancione o que no se admita un recurso porque supone un coste excesivo? ¿Puede la legislación facultar a la Administración para incumplir las leyes, cuando su cumplimiento resulte excesivamente gravoso?

Lo que nos lleva a un punto esencial: la exigencia de indicadores objetivos de valoración de la acción de las Administraciones, de los directivos públicos y de los funcionarios o empleados públicos en general. En teoría, tal exigencia se presenta como algo perfectamente lógico y evidente y, si los indicadores elegidos son adecuados, sin duda ha de representar un beneficio, tanto para el conjunto de la sociedad como para el funcionario individual.

No hace falta insistir en la importancia de la eficiencia en la Administración y en cualquier otra parcela de la actividad, pública o privada. Pero, además, unos objetivos claros y un sistema transparente de fijación de los incentivos individuales, vinculado al cumplimiento de tales objetivos, redundarían en una mejor motivación de los empleados públicos y de las relaciones laborales en la Administración.

El problema es la definición de indicadores válidos cuando los fines de la acción pública no tienen una dimensión cuantitativa o, incluso, cuando la tienen, pero no constituye el único elemento a tener en cuenta para valorar la acción administrativa.

Así, la pólicía de tráfico tiene por finalidad incrementar la seguridad y fluidez del tráfico rodado. Pero resulta  muy difícil relacionar estos objetivos con la actuación concreta de cada agente y hacerlo con una periodicidad adecuada para que la valoración se refleje en los incentivos que perciben. Es más fácil acudir a un elemento claramente cuantitativo, como el número de multas o el importe de las que impone cada agente, lo que, lógicamente, ha de provocar que éstos olviden la regulación del tráfico y se centren en el desubrimiento de infracciones, aunque no tengan incidencia directa en la seguridad y fluidez de la circulación.

De igual manera, la Administración tributaria, cuya función consiste en recaudar el importe de los tributos, puede ser valorada fácilmente por el importe recaudado, olvidando que con ello se primán las actuaciones que han de desembocar en un ingreso fácil, en detrimento de las que presentan más dificultades, como son aquéllas que se basan en la utilización de estructuras complejas para ocultar el fraude y dificultar el cobro de las deudas tributarias cuando se llegan a descubrir.

No puedo aportar soluciones fáciles para los problemas apuntados. Creo que, en cualquier caso, la reforma de la Administración pública debe tomar en consideración las ideas esbozadas anteriormente y, sobre todo, respetar dos principios:

1. Toda la acción pública, sea del Gobierno o de la Administración, debe tener por norte la defensa del interés general. En particular, el interés general debe prevalecer frente a los intereses particulares de los políticos y de los funcionarios.

2. La Administración, sometida plenamente a la Ley y al derecho, como establece el artículo 31.1 de la Constitución, debe tener su propio ámbito, deslindado claramente de la política, en garantía de la legalidad y de los derechos de los ciudadanos.

Y, fuera ya de la política y de la Administración, resulta esencial, como cierre del sistema, una reforma de la Administración de Justicia, que garantice el respecto efectivo de las leyes, por los políticos, los funcionarios y los ciudadanos en general. Cualquier reforma de la Administración resultará inútil sin la existencia efectiva  de un control de legalidad de la actuación administrativa.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Pacto fiscal: ¿economía o ideología?

Espectacular. "La Vanguardia" informa, en portada y en la página 15 de su edición en papel (no así en su edición digital) de la presentación de la propuesta de pacto fiscal, efectuada por Josep Antoni Duran Lleida en la Llotja de Mar de Barcelona. Sin embargo, nada dice del contenido de esa propuesta, que califica como prioridad de CiU para el 20-N.

Como "La Vanguardia" no es precisamente un medio hostil al nacionalismo, hay que entender que no informa del contenido de esa propuesta porque tampoco el Sr. Duran Lleida lo expuso. Es decir, que siguen con su tradicional política de emitir mensajes ambiguos, que no comprometan y de basarse en la fe de los fieles, en el fervor patriótico de los que se sienten únicamente catalanes.

Éso sí, dentro de su ambigüedad, procuran convencer al electorado de que el pacto fiscal supondrá una mejor financiación para Cataluña y, por tanto, reportará beneficios tangibles, a fin de convencer a quienes no comparten su fe mediante argumentos que se presentan como racionales. Es lo que pretende el artículo firmado por Jordi Pujol, también en "La Vanguardia".http://www.lavanguardia.com/opinion/articulos/20111105/54237523323/que-no-se-repita.html

En la entrada anterior de este blog se analiza este argumento: en esencia, el concierto económico, que constituye el modelo del pacto fiscal, no garantiza una mejor financiación, ya que ésta depende del criterio de reparto (en el concierto, el cálculo del cupo), que ha de ser producto de una negociación cuyo resultado no es posible anticipar.

De forma que el pacto fiscal, en realidad, tiene una función esencialmente identitaria (véase la conclusión del artículo de Jordi Pujol). Se trata fundamentalmente de ahondar las diferencias entre Cataluña y el resto de España, con la finalidad de, por una parte, construir la nación catalana y, por otra, justificar una futura independencia.

El fundamento último de la propuesta de pacto fiscal no pertenece, en última instancia, al ámbito de lo racional, sino al de la fe y los sentimientos. En efecto, los que braman contra el expolio de Cataluña por parte de España no admiten siquiera plantear la posibilidad de que la distribución territorial del presupuesto de gastos de la Generalitat pueda ser injusta: que unas provincias, comarcas o poblaciones de Cataluña reciban menos servicios o fondos de los que corresponderían a los impuestos que pagan, en beneficio de otras, en que sucedería lo contrario. ¿Por qué?

La respuesta es evidente: para los partidarios del pacto fiscal, Cataluña constituye una unidad, un todo, porque es una nación. En consecuencia, el producto de los impuestos pagados por los contribuyentes catalanes ha de retornar íntegro a Cataluña. En cambio, las provincias, comarcas o municipios de Cataluña son partes del todo, por lo que la distribución no tiene porqué basarse en los mismos criterios. Por ello, si parte de los impuestos pagados por los contribuyentes de Cataluña benefician a los habitantes de otras partes de España, se trata de un expolio, mientras las diferencias entre distintas partes del territorio catalán son sólo el resultado de una prudente distribución de los fondos públicos según las necesidades (¿electorales?) de cada parte del territorio.

(Por cierto, el Sr. Duran Lleida, según nos dice "La Vanguardia" utilizó la palabra expolio, sinónimo en castellano -como espoli en catalán- de robo. Isabel García Pagán http://www.lavanguardia.com/opinion/articulos/20111104/54237809466/ahora-si-toca.html nos dice que Jordi Pujol asumió ayer culpas por la injusta financiación catalana en democracia. ¿Quiere decir que Pujol admitió haber sido cómplice en el robo? Tal vez debieran cuidar más su lenguaje.)

Un modelo similar al concierto económico vigente en el País Vasco (o al convenio económico de Navarra) puede no aportar más recursos económicos a Cataluña, pero cuadra bien con la ideología nacionalista: los impuestos generados en Cataluña son recaudados por la Administración catalana y se quedan en Cataluña, salvo una aportación (casi diría, graciosa aportación) para el pago de servicios estatales y a la solidaridad. La cuantía de esta aportación es lo de menos, puede camuflarse para presentarlo como el desiderátum.

Ahora bien, lo anterior no significa que cualquier distribución de los impuestos pagados por los contribuyentes de Cataluña -o de cualquier otra parte de España- sea justa o adecuada. Y, por tanto, la reivindicación de que se reduzca el llamado déficit fiscal puede ser apoyada por quienes no comulgan con el nacionalismo, compartida por quienes, desde otras Comunidades Autónomas, se encuentran en una situación similar y hasta aceptada por los beneficiarios del desequilibrio actual.

Pero constituye un error mezclar la financiación con la pretensión de reconocimiento de la diferencia catalana, porque reivindicar un trato diferenciado y más dinero se asemeja a reclamar privilegios y, lejos de aparecer como la corrección de una situación injusta y perjudicial para Cataluña, se presenta como la exigencia de un trato mejor para Cataluña a costa de las Comunidades menos desarrolladas. Fue el error del tripartito, que pretendió resolver la financiación mediante un nuevo Estatuto, planteado como un pacto bilateral de corte confederal y, probablemente, será el error de los nacionalistas, que insisten en la misma idea.

En definitiva, si el Gobierno de la Generalitat debe mostrar sus prioridades. Si quiere una mejor financiación, ha de reclamar un reparto distinto, sin poner en cuestión el modelo común. Si quiere un trato diferenciado, por considerar que favorece la construcción de la nación catalana (y sus expectativas electorales), ha de aceptar que tendrá que pagar un precio. Y, en las actuales circunstancias, este precio será en dinero.