jueves, 8 de diciembre de 2011

Funcionarios

No sé si Susana Quadrado acierta plenamente en su artículo "Funcionarios" publicado en "La Vanguardia" de hoy, pese a su buena disposición. Diría que olvida un elemento esencial, pero me hace dudar el final del artículo: O eso, o volvamos al XIX. (http://www.lavanguardia.com/opinion/articulos/20111208/54239939543/susana-quadrado-funcionarios.html

A finales del siglo XIX, en España la Administración se nutría de trabajadores contratados por el Gobierno de turno. Cuando las elecciones daban el poder a otra formación, los empleados del Gobierno anterior eran despedidos, dando lugar a un figura común en la literatura de la época, el cesante (el denominado técnicamente spoil system). Naturalmente, ello daba lugar a varias consecuencias: el factor determinante para el acceso a un puesto de trabajo en la Administración era la fidelidad política e, incluso, personal al político de turno; el poder de éste era omnímodo, ya que de su voluntad dependía el empleo de sus subordinados; cuando se acercaban elecciones, la Administración se convertía en una máquina electoral, que sólo reemprendía sus funciones propias cuando los funcionarios nombrados por el nuevo Gobierno habían tomado posesión y se habían impuesto mínimamente de sus obligaciones, lo que paralizaba la Administración durante períodos de tiempo considerables.

Para superar esta situación, se creó el régimen de la función pública: profesionales seleccionados por sus méritos mediante pruebas objetivas y públicas (las oposiciones), que conservaban su empleo y sus funciones pese a los cambios gubernamentales y sólo podían ser despedidos por motivos disciplinarios, previa la instrucción del correspondiente procedimiento administrativo, con el sistema de recursos previsto en la Ley. Con ello se pretendía que los trabajadores públicos estuviesen sometidos únicamente a la norma jurídica y fuesen independientes políticamente (en su labor, no en su vida privada), constituyendo incluso un límite a la arbitrariedad de los políticos: éstos no podrían adoptar acuerdos ilegales si debían intervenir funcionarios que no dependían de ellos y que arriesgaban el empleo no al negarse, sino al obrar ilegalmente.

En buena medida, se consiguió lo que se pretendía, pero a costa de introducir considerables rigideces en la Administración. Rigideces, porque el funcionario se atiene estrictamente a la letra de la Ley (y, sobre todo, del reglamento), lo que muchas veces le priva de iniciativa y de capacidad de adaptación a las circunstancias del momento. Y rigideces porque el funcionario que no quiere trabajar sabe que echarle por la vía disciplinaria es dificilísimo, ya que es preciso que existan pruebas contundentes, que nadie se prestará de buen grado a testificar en su contra y que los Sindicatos le apoyarán.

Por otra parte, la valoración del trabajo de los funcionarios mediante parámetros objetivos es también extraordinariamente complicada, por muchas razones entre las que destacan la inmaterialidad del producto, la multiplicidad de tareas y el hecho de que frecuentemente, el interés público no es unívoco: una resolución que deniega una subvención puede servir a dicho interés en igual medida que una que la concede, a diferencia de lo que suele suceder en la empresa privada, en que una venta es siempre positiva (casi). Ello determina que, en la práctica, sea muy difícil establecer un sistema de incentivos realmente eficaz.

Los proyectos de reforma de la función pública han de dirigirse a corregir estos aspectos, estas rigideces, y otras como la permanencia de estructuras administrativas obsoletas, en parte por la inercia y, en parte, por la oposición de quienes pueden verse perjudicados (eliminar un Ministerio inútil significa cesar al Ministro, Secretarios de Estado, Subsecretario, Secretarios Generales o Directores Generales, lo que puede ocasionar una tormenta política en el partido o coalición gobernante, aunque también los funcionarios protestarán por tener que ir a trabajar a otro edificio no tan bien situado).

Pero la política actual se ha convertido en un juego de cálculo para conseguir el poder y mantenerse en él. En dicho juego son piezas principales el control de la agenda política y los medios de comunicación, públicos y privados. Pero también la Administración puede ser utilizada con este fin, tanto para remunerar favores recibidos como para hacerlos y asegurar lealtades o para crear una red de intereses que favorezcan a determinado partido o, incluso, a un político en concreto.

Desde esta óptica, una función pública profesional y sometida únicamente a la Ley constituye un obstáculo para los políticos. Por ello han proliferado entes que realizan funciones públicas pero no sometidos, al menos íntegramente, al Derecho administrativo, especialmente en cuanto a la selección y despido de sus trabajadores, so color de flexibilizar la Administración. Y, por eso, los políticos pretenden eliminar el régimen jurídico de la función pública: que los funcionarios sean nombrados y cesados por ellos, a fin de que pierdan este carácter de contrapoder que, hasta cierto punto, quizá modesto, tienen en conjunto. Pretenden, en definitiva, volver al sistema de cesantías, al siglo XIX.