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jueves, 8 de diciembre de 2011

Funcionarios

No sé si Susana Quadrado acierta plenamente en su artículo "Funcionarios" publicado en "La Vanguardia" de hoy, pese a su buena disposición. Diría que olvida un elemento esencial, pero me hace dudar el final del artículo: O eso, o volvamos al XIX. (http://www.lavanguardia.com/opinion/articulos/20111208/54239939543/susana-quadrado-funcionarios.html

A finales del siglo XIX, en España la Administración se nutría de trabajadores contratados por el Gobierno de turno. Cuando las elecciones daban el poder a otra formación, los empleados del Gobierno anterior eran despedidos, dando lugar a un figura común en la literatura de la época, el cesante (el denominado técnicamente spoil system). Naturalmente, ello daba lugar a varias consecuencias: el factor determinante para el acceso a un puesto de trabajo en la Administración era la fidelidad política e, incluso, personal al político de turno; el poder de éste era omnímodo, ya que de su voluntad dependía el empleo de sus subordinados; cuando se acercaban elecciones, la Administración se convertía en una máquina electoral, que sólo reemprendía sus funciones propias cuando los funcionarios nombrados por el nuevo Gobierno habían tomado posesión y se habían impuesto mínimamente de sus obligaciones, lo que paralizaba la Administración durante períodos de tiempo considerables.

Para superar esta situación, se creó el régimen de la función pública: profesionales seleccionados por sus méritos mediante pruebas objetivas y públicas (las oposiciones), que conservaban su empleo y sus funciones pese a los cambios gubernamentales y sólo podían ser despedidos por motivos disciplinarios, previa la instrucción del correspondiente procedimiento administrativo, con el sistema de recursos previsto en la Ley. Con ello se pretendía que los trabajadores públicos estuviesen sometidos únicamente a la norma jurídica y fuesen independientes políticamente (en su labor, no en su vida privada), constituyendo incluso un límite a la arbitrariedad de los políticos: éstos no podrían adoptar acuerdos ilegales si debían intervenir funcionarios que no dependían de ellos y que arriesgaban el empleo no al negarse, sino al obrar ilegalmente.

En buena medida, se consiguió lo que se pretendía, pero a costa de introducir considerables rigideces en la Administración. Rigideces, porque el funcionario se atiene estrictamente a la letra de la Ley (y, sobre todo, del reglamento), lo que muchas veces le priva de iniciativa y de capacidad de adaptación a las circunstancias del momento. Y rigideces porque el funcionario que no quiere trabajar sabe que echarle por la vía disciplinaria es dificilísimo, ya que es preciso que existan pruebas contundentes, que nadie se prestará de buen grado a testificar en su contra y que los Sindicatos le apoyarán.

Por otra parte, la valoración del trabajo de los funcionarios mediante parámetros objetivos es también extraordinariamente complicada, por muchas razones entre las que destacan la inmaterialidad del producto, la multiplicidad de tareas y el hecho de que frecuentemente, el interés público no es unívoco: una resolución que deniega una subvención puede servir a dicho interés en igual medida que una que la concede, a diferencia de lo que suele suceder en la empresa privada, en que una venta es siempre positiva (casi). Ello determina que, en la práctica, sea muy difícil establecer un sistema de incentivos realmente eficaz.

Los proyectos de reforma de la función pública han de dirigirse a corregir estos aspectos, estas rigideces, y otras como la permanencia de estructuras administrativas obsoletas, en parte por la inercia y, en parte, por la oposición de quienes pueden verse perjudicados (eliminar un Ministerio inútil significa cesar al Ministro, Secretarios de Estado, Subsecretario, Secretarios Generales o Directores Generales, lo que puede ocasionar una tormenta política en el partido o coalición gobernante, aunque también los funcionarios protestarán por tener que ir a trabajar a otro edificio no tan bien situado).

Pero la política actual se ha convertido en un juego de cálculo para conseguir el poder y mantenerse en él. En dicho juego son piezas principales el control de la agenda política y los medios de comunicación, públicos y privados. Pero también la Administración puede ser utilizada con este fin, tanto para remunerar favores recibidos como para hacerlos y asegurar lealtades o para crear una red de intereses que favorezcan a determinado partido o, incluso, a un político en concreto.

Desde esta óptica, una función pública profesional y sometida únicamente a la Ley constituye un obstáculo para los políticos. Por ello han proliferado entes que realizan funciones públicas pero no sometidos, al menos íntegramente, al Derecho administrativo, especialmente en cuanto a la selección y despido de sus trabajadores, so color de flexibilizar la Administración. Y, por eso, los políticos pretenden eliminar el régimen jurídico de la función pública: que los funcionarios sean nombrados y cesados por ellos, a fin de que pierdan este carácter de contrapoder que, hasta cierto punto, quizá modesto, tienen en conjunto. Pretenden, en definitiva, volver al sistema de cesantías, al siglo XIX.

lunes, 27 de diciembre de 2010

La profesión de los políticos

Habla hoy el vicedirector de "La Vanguardia" sobre los "ex", cuyas filas van a engrosarse con los cargos cesantes del gobierno de la Generalidad como consecuencia de las elecciones que dieron la victoria a CiU.

Al final de su artículo, menciona el Sr. Abián unas estadísticas: el 60% de los parlamentarios catalanes no han trabajado en la empresa privada; el 80% proceden de otros cargos públicos y el 25% son funcionarios de carrera. La conclusión, que no expresa, puede ser que los políticos están constituyendo una casta especial, sin conexión con la sociedad (y, sobre todo, con la economía) real. Creo que hay que matizar esta conclusión.

Que la mayoría de los parlamentarios no haya trabajado en la empresa privada es lamentable, pero quiza pueda explicarse. ¿Qué empresario dejará su empresa, la que ha creado y hecho crecer, para que se venga abajo mientras él se dedica a la política? Evidentemente, sólo aquél que haya fracasado y no tenga ya empresa. Pero, ¿habrá aprendido de sus fracasos o trasladará sus errores a la gestión pública?

Lo propio se puede decir de los profesionales, en particular, los abogados que, por su formación, están más cerca del parlamento. No dejarán la profesión, permitiendo que sus clientes pasen a otros profesionales; sólo pasarán a la política para obtener contactos e influencias que les puedan resarcir de las pérdidas. ¿Salimos ganando los ciudadanos con estos trasvases del sector privado al público?

En cuanto a otros trabajadores del sector privado, normalmente su función es la gestión de asuntos muy particulares: un médico suele tener experiencia en diagnosticar enfermos individuales y prescribir y aplicar los tratamientos oportunos. Esta experiencia no es demasiado útil para la política, que debe adoptar otro punto de vista, general y relacionado con el resto de la sociedad (aunque, ciertamente, un conseller de Sanidad deba tomar muy en cuenta la opinión de los médicos). Lo propio cabe decir de los agentes de seguros, de los fontaneros, de los expertos en marketing o de los veterinarios.

Que los parlamentarios provengan de otros cargos públicos no es, a nuestro entender, negativo, sino que puede ser muy positivo: que un conseller haya dado muestras de su valía en el desempeño de otro cargo, por ejemplo alcalde de una localidad, significa que ya tiene conocimientos de gestión pública y una experiencia acreditada. Es decir, lo que se supone que exigiría un empresario privado a la hora de escoger un directivo para su empresa. Si a nadie se le ocurriría escoger a un neófito como director general, director financiero o jefe de ventas de su empresa, ¿por qué hemos de considerar normal que personas sin experiencia accedan a la presidencia, a un ministerio o conselleria?

En cuanto a los funcionarios, hay que distinguir dos grupos: los teóricos, es decir, los profesores de universidad, y los prácticos. Respecto de los primeros, su formación no garantiza un buen desempeño en el gobierno. Pueden aportar conocimientos válidos, sobre todo si la materia que imparten o su forma de abordarla está especialmente apegada a la realidad de cada momento; si han trabajado proponiendo, criticando o estudiando políticas públicas, su experiencia puede ser una importante contribución a la vida pública. No así si se han dedicado a la ciencia pura, aunque se trate de una materia de especial interés práctico.

De los funcionarios que gestionan materias de interés general, cabe decir que pueden presentar los mismos inconvenientes ya mencionados respecto de los trabajadores del sector privado: es probable que su experiencia les sugiera ideas válidas para mejorar aspectos concretos de su labor, de las unidades en que se encuadran para ejercerla, pero es más difícil que tengan una visión general, tanto en el espacio como en el tiempo.

Pero dentro de este grupo están también los funcionarios cuya labor consiste, precisamente, en proponer a los políticos las actuaciones viables en cada momento, ya sea de acuerdo con las líneas generales trazadas por ellos, ya para que elijan entre diversas alternativas, y en llevar a la práctica las decisiones que adopten los representantes de la voluntad popular. Es decir, personas cuya formación y experiencia se centra en las mismas materias sobre las que han de decidir los políticos, pero con más incidencia en los aspectos prácticos.

Yendo al extremo, estos funcionarios son los responsables de la gestión de los asuntos públicos, de los que se ocupan los políticos cuando se lo permite su propia actividad, centrada en las encuestas, los votos, las elecciones, las mayorías parlamentarias, los pactos políticos, etc. No es extraño que se sientan atraidos por la posibilidad de introducir una brizna de conocimiento técnico en ese mundo de marketing y negociación, por contribuir a elaborar las leyes que deben aplicar y cuyos defectos ven y padecen diariamente.

¿Tecnocracia, concepto denostado donde los haya? A nuestro juicio, simplemente la necesidad, evidente en cualquier sociedad que pretenda funcionar correctamente, de que se encarguen de las diferentes funciones las personas más capaces, por su formación, capacidad y experiencia, para desempeñarlas con éxito.

Un solo dato histórico: tras la Revolución francesa, se pretendió que los representantes del pueblo ejerciesen todos los poderes, legislativo, ejecutivo y judicial. Este último, el más técnico, el que exige mayores capacidades y formación, ya que el Juez no tiene expertos en Derecho en quienes apoyarse, debió ser excluido de tal pretensión, confiando de nuevo en jueces expertos en Derecho, por los malos resultados que dieron los tribunales populares.

Quizá ahora estamos viviendo un proceso similar en relación con los otros poderes, pero los dogmas indiscutidos no nos dejan verlo. Un político debe estar preparado para gobernar, no sólo ser un experto en ganar elecciones, obtener la investidura y sacar adelante leyes que reflejen los intereses de las formaciones que las apoyan. Gobernar no significa sólo ocupar el Gobierno y, por tanto, usar sus resortes para seguir en el poder, sino utilizar este poder para resolver los problemas comunes. Para ésto votamos a los políticos, aunque parece que no se hayan enterado.

viernes, 18 de junio de 2010

Burocracia

Hoy, en "La Vanguardia", Pilar Rahola comenta el caso de una joven de brillante expediente académico que, por un problema que no explica completamente, no pudo pagar a tiempo las tasas, por lo que no ha podido presentarse a la selectividad y, por tanto, no podrá estudiar Medicina, que era su primera opción y que, con su historial, tenía prácticamente garantizada.

No conozco el caso, por lo que no puedo opinar y menos atribuir la culpa a tirios o a troyanos. Pero si quisiera contestar al desdén de la columnista por la Administración y los funcionarios. Porque reprocha a la funcionaria que "apelase intransigentemente a las normas". En definitiva, viene a decir que la estudiante, Emma Busons Saltor, era merecedora por su curriculum a que hiciesen una excepción dejándole cumplir un trámite una vez finalizado el plazo establecido para ello.

Desde un punto de vista normativo, hay que recordar a la Sra. Rahola (¡pero que más le da, a una política!) que el artículo 103 de la Constitución establece que la Administración actúa con sometimiento pleno a la Ley y al Derecho. Que el Estado de derecho, consagrado en el artículo 1, implica el sometimiento de todos los poderes públicos a la Ley. Y que el artículo 14 del mismo e insignificante texto legal establece el principio de igualdad, que prohibe hacer excepciones, si no son las previstas en las leyes.

Aun más importante, el reglamentismo de los funcionarios, de la Administración, tiene una razón de ser. El proceso de implantación de la democracia, de transformación de los súbditos en ciudadanos, ha conllevado una reducción drástica de la discrecionalidad administrativa. A fin de evitar la arbitrariedad, se ha impuesto a los funcionarios una actuación que pretende ser absolutamente reglada: el funcionario, la Administración, debe hacer exactamente lo que establecen las normas, y sólo eso.

El reverso de este sometimiento a las normas, que busca evitar la discrecionalidad perjudicial para el ciudadano es, lógicamente, la proscripción de la discrecionalidad favorable al mismo. Sencillamente, el legislador desconfía de la discrecionalidad administrativa y la reduce cuanto puede. Como las vías, que impiden al tren o al tranvía invadir el espacio reservado a las personas, pero también le hacen imposible sortear a quien inadvertidamente o por algún problema, ha quedado detenido en el paso a nivel.

A ello se une otra consideración: frecuentemente, un acto de la Administración favorable a un ciudadano es, al menos en cierto modo, desfavorable para otros; la concesión de una subvención al primero reduce los fondos disponibles para los demás y se paga con los impuestos recaudados a todos; la condonación de una multa a uno puede crear un agravio comparativo para otros. No siempre es posible beneficiar a alguien sin perjudicar a nadie, aunque no sea posible individualizar el perjuicio. También por ello el legislador, representante de la voluntad popular, quiere reservarse la decisión en lugar de confiarla a los funcionarios y la técnica para ello consiste en establecer normas que la Administración no puede conculcar.

Por tanto, quien se queja de la rigidez de la Administración en su cumplimiento de las normas, debe ser consciente de cual es la alternativa. Si se considera que, para evitar injusticias, la Administración debe tener un margen de discrecionalidad, tiene que aceptar que esta discrecionalidad pueda beneficiarle o perjudicarle. Si se pretende excluir, la Administración actuará, coherentemente, como un robot insensible, porque eso es, precisamente, lo que se le pide.

Pero pretender que la Administración esté plenamente sometida a derecho, sin discrecionalidad, pero que haga excepciones, en casos que nos parezcan merecedores de un trato especial, supone, sencillamente, quebrar completamente el Estado de derecho. ¿Alguien se apunta?

domingo, 30 de mayo de 2010

Despedir funcionarios

Propone Pedro Nueno en “La Vanguardia” de hoy, domingo 30 de mayo, como medida para reactivar la economía, despedir a 100.000 funcionarios, dándoles seis meses de cobertura salarial para buscarse otra cosa.

Quisiera preguntarle al Sr. Nueno por qué los funcionarios han de tener menos cobertura que otro trabajador en el supuesto de desempleo. Quizá le gustaría proponer reducir la prestación a seis meses, como máximo, con carácter general, pero no se atreve y da por sentado que, en el caso de los funcionarios, puede decirlo porque a nadie le importará.

Pero, ya que el Sr. Nueno propone eliminar funcionarios, le pediría que concretase su propuesta. Que determine qué funcionarios deberían ser despedidos. No, claro está, con una lista de nombres y apellidos, que no puede pedirse a quien ni siquiera forma parte de la Administración, pero sí designando aquéllos órganos u organismos del sector público a los que afectaría la medida.

Debería decir si despediría al personal de la Seguridad Social y, en tal caso, cómo solucionaría las interminables listas de espera actuales. Parece que reducir el número de médicos difícilmente permitiría tratar el mismo número de enfermos.

O quizá reduciría el personal dedicado a la enseñanza en los colegios e institutos públicos. Sin duda, el estrés de los docentes se reduciría si se aumentase el número de alumnos por aula, de acuerdo con alguna abstrusa ley de la economía liberal.

Tal vez la disminución podría afectar a los distintos cuerpos de policía, a fin de reducir la sensación de inseguridad que motiva las quejas de los ciudadanos cuando, ante un hecho delictivo, no hay una patrulla inmediatamente disponible.

O bien los despidos podrían cebarse en la Administración de justicia, cuya escasa importancia es notoria, sobre todo, cuando un ciudadano acude a ella solicitando el restablecimiento de sus derechos vulnerados antijurídicamente, ya sea porque le han robado el bolso, le han “okupado” la casa o le han despedido por negarse a realizar funciones que no le corresponden.

El Sr. Nueno podría contestar que él se refiere a los burócratas, los funcionarios que no prestan servicios directos a los ciudadanos, limitándose a mover papeles y, sobre todo, a poner trabas a la actividad económica imponiendo todo tipo de controles, permisos, tributos o multas. Pero, entonces, se entiende mal que también proponga establecer un mecanismo de copago en Sanidad, que exigiría un sistema de administración para la emisión de facturas, cobro, entrega de recibos, resolución de reclamaciones, etc. O que sugiera premiar a todo empresario que contrate a un desempleado con dos meses de carencia por año que lo mantenga empleado, lo que supone complicar la Administración de la Seguridad Social.

En definitiva, el Sr. Nueno debería, para formular esa propuesta, demostrar que sobran funcionarios y concretar dónde sobran y cuales sobran. O, lo que viene a ser lo mismo, señalar qué servicios públicos son prescindibles y explicar si se limitaría a eliminarlos o cómo los sustituiría. Pero, claro, repetir un dogma que, además, resulta popular no cuesta nada y permite hacer las cuentas de la lechera. Así, cualquiera se las da de experto economista.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Políticos y funcionarios

El vicedirector de "La Vanguardia" firma hoy un editorial sobre el descrédito de la política y de los políticos profesionales, mediocres que destacan sólo por su obediencia perruna a la dirección del partido.

El Sr. Abián finaliza su artículo diciendo que el pueblo es soberano y propietario del Gobierno y los funcionarios son servidores de los ciudadanos. Y aquí es donde hay que matizar.

Los funcionarios son, sin duda, servidores de los ciudadanos. Pero servidores, ante todo, de la Ley, que en una democracia han aprobado los representantes de los ciudadanos. Por ello, el funcionario puede denunciar al ciudadano individual, e incluso imponerle una sanción, pese a ser su servidor.

La elaboración de la norma a la que han de obedecer los funcionarios corresponde a los representantes de los ciudadanos, es decir, a los políticos. Éstos están vinculados a la Ley, como ciudadanos, pero pueden cambiarla (y, por tanto, no están vinculados por ella) como representantes. Su función es, pues, muy superior a la de los funcionarios, que no pueden modificar la Ley (ni el reglamento, de rango inferior, norma administrativa aprobada por los gobiernos, estatal o autonómico, es decir, también por los políticos).

Al funcionario se le exige, para acceder a tal condición, demostrar que posee unos determinados conocimientos. Las pruebas, las denominadas oposiciones, son objetivas e iguales para todos los que aspiran a ingresar en un determinado cuerpo o categoría funcionarial. Algunas, al menos (las orales), son también públicas, de forma que cualquiera puede comprobar su desarrollo y, por tanto, su limpieza.

Además, el funcionario está sometido a controles de diverso tipo. A veces, estos controles fallan, por diversas razones, y ello explica que los vicios que se imputan a la Administración y a sus funcionarios sean, en mayor o menor medida, reales. Pero el último control es el que deberían realizar los superiores de los funcionarios: los políticos, sean Ministros, Consellers, etc.

El político, en cambio, no debe demostrar competencia alguna para acceder a su cargo. Sólo requiere ser designado por quien tiene tal poder para formar parte de una lista o, directamente, para desempeñar un puesto de confianza. Está sometido a controles, pero exclusivamente controles desarrollados por otros cargos dependientes también de los políticos.

El régimen funcionarial se creó a fin de generar una clase de servidores públicos independientes de los políticos: si su nombramiento se debe a una selección objetiva y su cese sólo puede producirse por vía disciplinaria, por el incumplimiento de sus deberes legales, deben obedecer a la Ley, más que a sus jefes políticos. El funcionario debe ser, así, quien diga "no" al político que quiere hacer algo prohibido por la Ley. Naturalmente, una de las obsesiones de los partidos consiste en eliminar esta mínima independencia de los funcionarios, haciendo que dependan en la mayor medida posible de ellos, de los políticos.

Ésto no es sino una manifestación más de un fenómeno más amplio: los políticos tratan de someter a ellos todas las instancias de poder. Los miembros del Tribunal Constitucional, del Consejo General del Poder Judicial, del Tribunal de Cuentas, el Defensor del Pueblo, la Sindicatura de Comptes, el Síndic de Greuges... no son funcionarios, pero los políticos tratan de neutralizar las instituciones imponiendo a sus incondicionales. Lo mismo hacen con la Administración pública, integrada por funcionarios.

Ésta es la quiebra del sistema, la puerta de entrada de la corrupción. Y, en cuanto a los funcionarios se refiere, hay que dejar bien clara su diferencia respecto de los pólíticos: los funcionarios son profesionales de la Administración pública, de la aplicación de la Ley, seleccionados por sus conocimientos. Los políticos son profesionales de los partidos, seleccionados por su obediencia. En ambos grupos, qué duda cabe, puede haber corruptos. Pero, en cualquier caso son distintos.

Como funcionario público considero un insulto que me confundan con los políticos, como hace el Sr. Abián.

martes, 17 de marzo de 2009

Burocracia

La Vanguardia habla hoy de burocracia:http://www.lavanguardia.es/ciudadanos/noticias/20090317/53660964749/la-productividad-de-los-empleados-publicos-en-espana-es-una-de-las-mas-bajas-de-toda-europa.html

Tras el término burocracia se entienden dos conceptos diferentes. Por una parte, se habla de papeleo y trámites innecesarios, que sólo suponen trabas al ejercicio de los derechos y, sobre todo, a la actuación de los emprendedores.

Desde este punto de vista, hay que señalar que se pasa por alto que las leyes, muchas veces, no distinguen: exigen la misma documentación para conceder una subvención de 600 euros que para conceder una de 600 millones. Otra cosa sería contraria al principio de igualdad y favorecería el fraccionamiento de la actividad para obtener más fácilmente la subvención.

Además, desde la óptica del ciudadano, no hace falta comprobar su derecho a obtener lo que solicita, que es evidente; en cambio, para denegárselo es preciso aportar todas las pruebas. Para la Administración, tanto para conceder como para denegar es precisa una prueba plena, pues tanto perjudica los intereses generales si concede sin derecho como si deniega indebidamente.

Para el funcionario individual, la cuestión se traduce en responsabilidad: si puede ser reprendido o sancionado tanto si concede como si deniega, su seguridad radica en exigir el cumplimiento exhaustivo de los requisitos legales, en ajustarse estrictamente al reglamento. El legislador ha tenido la precaución de excluir la discrecionalidad administrativa para evitar la arbitrariedad: pues bien, también la ha excluido cuando podría ser beneficiosa para el ciudadano individual.

El segundo concepto de burocracia hace referencia a la ineficiencia, y aun ineficacia de la Administración. Aquí lo que se propugna es la implantación de incentivos y la flexibilidad. Esta última parece referirse a la posibilidad de despedir a los funcionarios improductivos.

El régimen jurídico de la función pública se estableció a fin de evitar que, dependiendo la continuidad en el puesto de los funcionarios del resultado de las elecciones (el spoil system supone que el Gobierno entrante expulsa a los funcionarios del anterior y coloca a sus adictos) la Administración fuese una simple máquina al servicio del partido en el gobierno para ganar las elecciones. Si el funcionario no podía ser despedido más que por incumplir la Ley, se suponía que la cumpliría, aun contra la voluntad de los políticos del gobierno de turno.

Ahora bien, si un directivo público advierte que un funcionario no trabaja, incluso que crea mal ambiente y sus compañeros no le soportan y trata de adoptar medidas disciplinarias (las únicas que pueden conducir al despido) se encuentra con lo siguiente: el afectado, por supuesto, se coloca a la defensiva y, en definitiva, trabaja aún menos, al exigir órdenes escritas, etc.; al instruir el procedimiento disciplinario, los compañeros no se quieren hacer responsables de lo que suceda al incumplidor y, aunque deseen perderlo de vista, afirman no saber nada de sus infracciones; los Sindicatos apoyan al afectado, con lo que el problema individual pasa a ser colectivo. El directivo, ante esta situación, que puede conducir a que se le acuse de perturbar la paz social, opta por no ver el problema, por arrinconar al incumplidor donde su inactividad perjudique menos, contribuyendo así a perpetuar el incumplimiento. Naturalmente, los demás funcionarios se consideran justificados para trabajar poco más que la oveja negra y, ciertamente, no hay razón para exigirles más (eso sí, siempre hay gente cumplidora que saca el trabajo, sin que se les pueda retribuir, dada la rigidez del propio sistema).

En cuanto a los incentivos, son el principal peligro de la Administración pública. Baste un ejemplo: la policía de tráfico (llámese Guardia Urbana, Mossos d'Esquadra o Guardia Civil) tiene como objetivo garantizar la seguridad y fluidez del tráfico. Como es muy difícil medir ese objetivo, lo más sencillo es incentivarles en función de las multas que ponen. El resultado es que, ante un colapso circulatorio, no hay ningún agente disponible, ya que acudir a resolverlo es poner menos multas y, por lo tanto, incumplir los objetivos de la unidad y, en último término, cobrar menos productividad.

¿Es una caricatura, una simplificación excesiva? Quizá si, pero una mala definición de los objetivos y de los indicadores conduce a este efecto. Cualquier funcionario, cualquier unidad administrativa a la que se permita elegir, optará por cumplir los objetivos y recibir parabienes y retribuciones antes que por satisfacer la necesidad pública que le está encomendada, si no coincide con los indicadores que miden su actuación.

Por último, el defectuoso funcionamiento de la Administración de justicia (que no es Administración) repercute en la Administración pública. Si en el curso de un año se anula una resolución administrativa contraria a la ley (aunque adoptada en la creencia de que era perfectamente legal) al llegar el año siguiente, y la adopción de nuevas resoluciones sobre asuntos similares, el órgano administrativo cambiará su criterio, ajustándose a la jurisprudencia. Se trata, simplemente, de interés: el órgano (los funcionarios que lo integran) trabajan más si han de dictar el acto y, además, cumplir la sentencia. Pero si la sentencia tarda cinco, diez años en llegar, el criterio administrativo erróneo se mantiene año tras año, con el consiguiente perjuicio de los administrados y el aumento de trabajo (y ralentización de los nuevos procedimientos) que supone dedicar recursos a ejecutar sentencias relativas a resoluciones antiguas.

Conclusión: no hay recetas fáciles; las culpas están repartidas; la simple traslación de técnicas del sector privado no tiene por qué ser adecuada, menos aún una panacea. Y, sin ninguna duda, la reforma de la Administración de justicia es una necesidad perentoria, no sólo de la Administración, sino de toda la sociedad española.

domingo, 1 de marzo de 2009

El cinturón de los funcionarios

El Gobierno estudia congelar el sueldo de los funcionarios que ganen más de 30.000 euros anuales.

http://www.lavanguardia.es/economia/noticias/20090301/53650670212/corbacho-anuncia-que-el-gobierno-estudia-congelar-el-sueldo-de-los-funcionarios-que-ganen-mas-de-30..html

No es nada nuevo, lo hizo, no hace tanto, el Gobierno de José María Aznar. El Gobierno queda muy bien, y no le cuesta nada: total, son los funcionarios los que pagan el pato. El ahorro es irrisorio, pero lo que se busca no es un efecto económico, sino político, o sea, electoral.

Sin duda, existen muchos otros conceptos en que el ahorro podría ser superior. Sin ir más lejos, unificar las elecciones generales, autonómicas y europeas. Reducir los canales públicos de televisión. Limitar el número de asesores (por no decir de informes inútiles encargados a empresas privadas). Abandonar las costosas campañas de publicidad institucional, en otros términos publicidad electoral encubierta de los gobiernos. Pero estos son gastos ineludibles, ya que obedecen a la primera prioridad de cualquier político, ganar las elecciones.

Muy bien, exigen un sacrificio a los funcionarios en aras de su victoria política. La pregunta es: ¿qué compensación les ofrecen?¿Nombrarán funcionarios para cubrir los puestos de asesores de los políticos? Claro que no. ¿Recuperarán los funcionarios el poder adquisitivo una vez superada la crisis? Tampoco. ¿Les agradecerán siquiera ese sacrificio? De ninguna manera. ¿Levantarán las limitaciones del régimen de incompatibilidades, que hacen que un funcionario no pueda ser profesor asociado de universidad? Ni pensarlo. Se trata de una medida popular que, además, supone igualar, dentro de la Administración, pero por abajo.

El ministro Corbacho se ha apresurado a decir que los cargos políticos ya han congelado sus sueldos. Le ha faltado decir si han congelado los gastos de los ministros que corren a cargo del presupuesto de los ministerios. ¿Pagan sus viviendas, servicio, consumos? ¿Pagan sus vacaciones, sus escoltas? ¿Reciben una asignación para gastos de representación (vestuario, regalos privados)? En definitiva, ¿pagan algo con cargo a sus propios sueldos?

Como dijo un embajador (¿Lojendio?) cuando el boicot al franquismo, tras la guerra mundial: "La de patadas que le van a dar a Franco en nuestro culo". Pues éso: el Gobierno, en su munificencia, va a apretarse el cinturón de los funcionarios.