martes, 17 de marzo de 2009

Burocracia

La Vanguardia habla hoy de burocracia:http://www.lavanguardia.es/ciudadanos/noticias/20090317/53660964749/la-productividad-de-los-empleados-publicos-en-espana-es-una-de-las-mas-bajas-de-toda-europa.html

Tras el término burocracia se entienden dos conceptos diferentes. Por una parte, se habla de papeleo y trámites innecesarios, que sólo suponen trabas al ejercicio de los derechos y, sobre todo, a la actuación de los emprendedores.

Desde este punto de vista, hay que señalar que se pasa por alto que las leyes, muchas veces, no distinguen: exigen la misma documentación para conceder una subvención de 600 euros que para conceder una de 600 millones. Otra cosa sería contraria al principio de igualdad y favorecería el fraccionamiento de la actividad para obtener más fácilmente la subvención.

Además, desde la óptica del ciudadano, no hace falta comprobar su derecho a obtener lo que solicita, que es evidente; en cambio, para denegárselo es preciso aportar todas las pruebas. Para la Administración, tanto para conceder como para denegar es precisa una prueba plena, pues tanto perjudica los intereses generales si concede sin derecho como si deniega indebidamente.

Para el funcionario individual, la cuestión se traduce en responsabilidad: si puede ser reprendido o sancionado tanto si concede como si deniega, su seguridad radica en exigir el cumplimiento exhaustivo de los requisitos legales, en ajustarse estrictamente al reglamento. El legislador ha tenido la precaución de excluir la discrecionalidad administrativa para evitar la arbitrariedad: pues bien, también la ha excluido cuando podría ser beneficiosa para el ciudadano individual.

El segundo concepto de burocracia hace referencia a la ineficiencia, y aun ineficacia de la Administración. Aquí lo que se propugna es la implantación de incentivos y la flexibilidad. Esta última parece referirse a la posibilidad de despedir a los funcionarios improductivos.

El régimen jurídico de la función pública se estableció a fin de evitar que, dependiendo la continuidad en el puesto de los funcionarios del resultado de las elecciones (el spoil system supone que el Gobierno entrante expulsa a los funcionarios del anterior y coloca a sus adictos) la Administración fuese una simple máquina al servicio del partido en el gobierno para ganar las elecciones. Si el funcionario no podía ser despedido más que por incumplir la Ley, se suponía que la cumpliría, aun contra la voluntad de los políticos del gobierno de turno.

Ahora bien, si un directivo público advierte que un funcionario no trabaja, incluso que crea mal ambiente y sus compañeros no le soportan y trata de adoptar medidas disciplinarias (las únicas que pueden conducir al despido) se encuentra con lo siguiente: el afectado, por supuesto, se coloca a la defensiva y, en definitiva, trabaja aún menos, al exigir órdenes escritas, etc.; al instruir el procedimiento disciplinario, los compañeros no se quieren hacer responsables de lo que suceda al incumplidor y, aunque deseen perderlo de vista, afirman no saber nada de sus infracciones; los Sindicatos apoyan al afectado, con lo que el problema individual pasa a ser colectivo. El directivo, ante esta situación, que puede conducir a que se le acuse de perturbar la paz social, opta por no ver el problema, por arrinconar al incumplidor donde su inactividad perjudique menos, contribuyendo así a perpetuar el incumplimiento. Naturalmente, los demás funcionarios se consideran justificados para trabajar poco más que la oveja negra y, ciertamente, no hay razón para exigirles más (eso sí, siempre hay gente cumplidora que saca el trabajo, sin que se les pueda retribuir, dada la rigidez del propio sistema).

En cuanto a los incentivos, son el principal peligro de la Administración pública. Baste un ejemplo: la policía de tráfico (llámese Guardia Urbana, Mossos d'Esquadra o Guardia Civil) tiene como objetivo garantizar la seguridad y fluidez del tráfico. Como es muy difícil medir ese objetivo, lo más sencillo es incentivarles en función de las multas que ponen. El resultado es que, ante un colapso circulatorio, no hay ningún agente disponible, ya que acudir a resolverlo es poner menos multas y, por lo tanto, incumplir los objetivos de la unidad y, en último término, cobrar menos productividad.

¿Es una caricatura, una simplificación excesiva? Quizá si, pero una mala definición de los objetivos y de los indicadores conduce a este efecto. Cualquier funcionario, cualquier unidad administrativa a la que se permita elegir, optará por cumplir los objetivos y recibir parabienes y retribuciones antes que por satisfacer la necesidad pública que le está encomendada, si no coincide con los indicadores que miden su actuación.

Por último, el defectuoso funcionamiento de la Administración de justicia (que no es Administración) repercute en la Administración pública. Si en el curso de un año se anula una resolución administrativa contraria a la ley (aunque adoptada en la creencia de que era perfectamente legal) al llegar el año siguiente, y la adopción de nuevas resoluciones sobre asuntos similares, el órgano administrativo cambiará su criterio, ajustándose a la jurisprudencia. Se trata, simplemente, de interés: el órgano (los funcionarios que lo integran) trabajan más si han de dictar el acto y, además, cumplir la sentencia. Pero si la sentencia tarda cinco, diez años en llegar, el criterio administrativo erróneo se mantiene año tras año, con el consiguiente perjuicio de los administrados y el aumento de trabajo (y ralentización de los nuevos procedimientos) que supone dedicar recursos a ejecutar sentencias relativas a resoluciones antiguas.

Conclusión: no hay recetas fáciles; las culpas están repartidas; la simple traslación de técnicas del sector privado no tiene por qué ser adecuada, menos aún una panacea. Y, sin ninguna duda, la reforma de la Administración de justicia es una necesidad perentoria, no sólo de la Administración, sino de toda la sociedad española.

No hay comentarios: