martes, 29 de diciembre de 2009

Moral católica

En La segunda de "La Vanguardia" de hoy, 29 de diciembre, el vicedirector se despacha a gusto contra los que critican la manifestación en que el cardenal Rouco y el mismo Benedicto XVI atacaron a todo aquel que se apartase de la familia tradicional católica, con especial mención al aborto y al matrimonio homosexual. Abián se burla de los críticos, llamándoles rojos y masones, como en los viejos tiempos; judíos no, no sería políticamente correcto, y separatistas, pues claro, tampoco.

Pero en la página 10 del mismo diario aparece la noticia de que otros dos obispos irlandeses (y católicos, sólo faltaría) han renunciado a sus diócesis por los abusos a niños. No es que los oblispos dimisionarios fuesen acusados de pederastia (bueno, ahora creo que hay que decir efebofilia); lo que hicieron fue lo que siempre ha hecho la Iglesia (la jerarquía eclesiástica, que es la única que tiene voz y voto): encubrir los hechos y ocultar a los culpables.

Los legos no entendemos que la Iglesia encubra hechos gravísimos que atentan directamente contra la doctrina que predica (Mt. 18,6) y que constituyen delitos penados en todos los países civilizados. Y que ni siquiera nos hayan ofrecido una razón mínimamente convincente de ese encubrimiento. El Papa ha lamentado y condenado los casos de pederastia, pero no ha abierto una investigación para determinar las causas del encubrimiento.

No entendemos, pues, que los obispos, sin limpiar primero su casa, se arroguen el derecho de condenar a los demás, sin siquiera oirles, como poseedores de la verdad y la razón. Juzgan y dan lecciones a los demás, sin querer ver la viga en su propio ojo (Mt. 7).

¿Cuál era la familia tradicional? ¿Tal vez aquélla en que el varón podía tener querida, si se lo podía permitir, o frecuentar prostitutas? Ciertamente, los sermones no la presentaban así, pero todo el mundo conocía la realidad, y los obispos contemporizaban con ella.

O, tal vez, aquélla en que una muchacha embarazada era expulsada por el cabeza de familia, en nombre de la honra y de la decencia cristiana y condenada a la prostitución como único medio de vida (si no optaban por recurrir al aborto clandestino). Tampoco lo decía así la hoja parroquial, pero nunca se vió condenar públicamente la acción de todo un caballero cristiano, celoso de su honor y de la decencia de su casa (la mantenida estaba en otra casa, ésta menos decente).

O quizá, aquélla en que el confesor aconsejaba a la mujer maltratada soportar la violencia de su cónyuge, sin osar afear a éste su conducta, porque ello hubiera supuesto atentar contra el orden divino que puso al varón como cabeza de la mujer (Cor. 11,3).

La Iglesia católica, y quiero decir la jerarquía, pues los laicos sólo pueden pagar y obedecer, debiera hacer examen de conciencia y ver si sus acciones responden verdaderamente a la doctrina que dice defender. Si, realmente, los obispos, sacerdotes y fieles están llenos de caridad (Cor. 13) o si su obrar no se adecúa a sus palabras (a la Palabra). Y creo que ese examen le conduciría a una mayor humildad y generosidad. A condenar menos y perdonar más, sin por ello dejar de anunciar lo que consideran es la verdad.

Ahora, estas manifestaciones altisonantes y apocalípticas, contrapuestas a conductas como la que motivó la renuncia de los obispos irlandeses (cuatro, ya) suenan a doble moral, a hipocresía. Que los que pretenden ser sucesores de los apóstoles no sean llamados con el epíteto que usó el mismo Jesús de Nazaret: sepulcros blanqueados (Mt. 23, 23-27href="http://www.lavanguardia.es/free/edicionimpresa/20091229/53856522693.html">

domingo, 13 de diciembre de 2009

Independentismo

Vaya por delante que el independentismo es una opción política legítima, que se puede compartir o no. Y que las consultas que se celebran hoy en diversas localidades son una forma de expresión de una determinada ideología, de una propuesta política, alternativa a otras como las manifestaciones callejeras. Se podrá discutir su legalidad o la oportunidad de dedicar fondos públicos a su desarrollo, especialmente en las actuales circunstancias, pero no hace falta tomárselas a la tremenda.

Ahora bien, esta iniciativa a favor de la independencia de Cataluña se plantea, en gran medida, como una reacción a la crisis económica. Vienen a decir que España es el problema y la independencia de Cataluña, la solución.

Así lo decían expresamente los carteles que hace un tiempo pegaron las juventudes de Esquerra Republicana de Catalunya: se veían las caricaturas de varios tipos (un empresario, un militar, una monja, un torero) supuestamente representativos de España y el lema "Espanya és crisi".

Es evidente que nadie en su sano juicio puede creer que a una Cataluña independiente no le hubiese afectado una crisis que ha tenido alcance global y han sufrido todas las economías de nuestro entorno. Es también evidente que los empresarios catalanes no son justos y benéficos, a diferencia de los españoles, viles explotadores de los jóvenes independentistas y de las colonias peninsulares e insulares: todos tratan de hacerse ricos, pese a quien pese y por todos los medios.

Otra circunstancia abona el crecimiento del independentismo: el descrédito de los políticos. Este descrédito, puesto de manifiesto en los casos de corrupción, directamente vinculados a las características de la economía española (incluida la catalana) que ha agravado especialmente la crisis en nuestra parte del mundo, lleva a pedir medidas radicales que purifiquen el sistema.

Pero esta reacción recuerda lo que sucedió ante otra crisis de la que se ha hablado mucho como precedente histórico de la actual: la de 1929. Esta crisis económica dio, en muchos países (aunque con distintos grados de éxito), lugar a reacciones basadas en el ultranacionalismo, que pretendían también constituir una solución frente al descrédito de las instituciones democráticas. Esta solución se conoce con el término genérico de totalitarismo.

No estoy llamando fascistas a los independentistas. Ahora mismo no pretenden en absoluto establecer una dictadura de corte fascista. Pero, quizá, estén poniendo los cimientos de un resurgir del fascismo.

En efecto, están haciendo un diagnóstico equivocado, por lo que la solución que proponen no sirve para resolver el problema (aunque pueda tener otras ventajas). La crisis no proviene de la inclusión de Cataluña en el Estado español, por lo que la independencia no la resolverá. El descrédito de los políticos alcanza también a los partidos catalanes, aunque los incondicionales pretendan salvar a los suyos.

Los políticos independentistas, ahora mismo en el gobierno en Cataluña, no han sabido evitar la crisis ni resolverla, ni han formulado propuestas útiles que el Estado haya rechazado. Lo mismo puede decirse de la oposición, ahora también soberanista a la caza de votos. Es más, la política catalana ha dado la espalda a la crisis, enfangada en un debate estéril de carácter puramente electoralista (me refiero al Estatuto: ¿saldremos de la crisis si Cataluña se define como nación?).

Pero lo que venden es una medida de gran carga sentimental que constituye una auténtica utopía: la promesa de un mundo feliz a resultas de la independencia. Como la utopía, por definición, no puede realizarse, surgirían críticas. La única reacción posible a estas críticas sería envolverse en la bandera y acusar a los críticos de antipatriotas, acallándolos. Es decir, el fascismo.

No tengo la solución a todos los problemas de Cataluña, pero sí puedo dar unas indicaciones: que los gobernantes recuerden que su función consiste en gestionar los asuntos públicos, es decir lo que afecta a todos los ciudadanos, no en ocuparse exclusivamente de lo que les interesa a ellos mismos, o sea, ganar las elecciones. A partir de ahí, reconocer los problemas reales y trabajar para resolverlos. Y dejar de creer en los Reyes Magos, que ya somos mayorcitos.