Habla hoy el vicedirector de "La Vanguardia" sobre los "ex", cuyas filas van a engrosarse con los cargos cesantes del gobierno de la Generalidad como consecuencia de las elecciones que dieron la victoria a CiU.
Al final de su artículo, menciona el Sr. Abián unas estadísticas: el 60% de los parlamentarios catalanes no han trabajado en la empresa privada; el 80% proceden de otros cargos públicos y el 25% son funcionarios de carrera. La conclusión, que no expresa, puede ser que los políticos están constituyendo una casta especial, sin conexión con la sociedad (y, sobre todo, con la economía) real. Creo que hay que matizar esta conclusión.
Que la mayoría de los parlamentarios no haya trabajado en la empresa privada es lamentable, pero quiza pueda explicarse. ¿Qué empresario dejará su empresa, la que ha creado y hecho crecer, para que se venga abajo mientras él se dedica a la política? Evidentemente, sólo aquél que haya fracasado y no tenga ya empresa. Pero, ¿habrá aprendido de sus fracasos o trasladará sus errores a la gestión pública?
Lo propio se puede decir de los profesionales, en particular, los abogados que, por su formación, están más cerca del parlamento. No dejarán la profesión, permitiendo que sus clientes pasen a otros profesionales; sólo pasarán a la política para obtener contactos e influencias que les puedan resarcir de las pérdidas. ¿Salimos ganando los ciudadanos con estos trasvases del sector privado al público?
En cuanto a otros trabajadores del sector privado, normalmente su función es la gestión de asuntos muy particulares: un médico suele tener experiencia en diagnosticar enfermos individuales y prescribir y aplicar los tratamientos oportunos. Esta experiencia no es demasiado útil para la política, que debe adoptar otro punto de vista, general y relacionado con el resto de la sociedad (aunque, ciertamente, un conseller de Sanidad deba tomar muy en cuenta la opinión de los médicos). Lo propio cabe decir de los agentes de seguros, de los fontaneros, de los expertos en marketing o de los veterinarios.
Que los parlamentarios provengan de otros cargos públicos no es, a nuestro entender, negativo, sino que puede ser muy positivo: que un conseller haya dado muestras de su valía en el desempeño de otro cargo, por ejemplo alcalde de una localidad, significa que ya tiene conocimientos de gestión pública y una experiencia acreditada. Es decir, lo que se supone que exigiría un empresario privado a la hora de escoger un directivo para su empresa. Si a nadie se le ocurriría escoger a un neófito como director general, director financiero o jefe de ventas de su empresa, ¿por qué hemos de considerar normal que personas sin experiencia accedan a la presidencia, a un ministerio o conselleria?
En cuanto a los funcionarios, hay que distinguir dos grupos: los teóricos, es decir, los profesores de universidad, y los prácticos. Respecto de los primeros, su formación no garantiza un buen desempeño en el gobierno. Pueden aportar conocimientos válidos, sobre todo si la materia que imparten o su forma de abordarla está especialmente apegada a la realidad de cada momento; si han trabajado proponiendo, criticando o estudiando políticas públicas, su experiencia puede ser una importante contribución a la vida pública. No así si se han dedicado a la ciencia pura, aunque se trate de una materia de especial interés práctico.
De los funcionarios que gestionan materias de interés general, cabe decir que pueden presentar los mismos inconvenientes ya mencionados respecto de los trabajadores del sector privado: es probable que su experiencia les sugiera ideas válidas para mejorar aspectos concretos de su labor, de las unidades en que se encuadran para ejercerla, pero es más difícil que tengan una visión general, tanto en el espacio como en el tiempo.
Pero dentro de este grupo están también los funcionarios cuya labor consiste, precisamente, en proponer a los políticos las actuaciones viables en cada momento, ya sea de acuerdo con las líneas generales trazadas por ellos, ya para que elijan entre diversas alternativas, y en llevar a la práctica las decisiones que adopten los representantes de la voluntad popular. Es decir, personas cuya formación y experiencia se centra en las mismas materias sobre las que han de decidir los políticos, pero con más incidencia en los aspectos prácticos.
Yendo al extremo, estos funcionarios son los responsables de la gestión de los asuntos públicos, de los que se ocupan los políticos cuando se lo permite su propia actividad, centrada en las encuestas, los votos, las elecciones, las mayorías parlamentarias, los pactos políticos, etc. No es extraño que se sientan atraidos por la posibilidad de introducir una brizna de conocimiento técnico en ese mundo de marketing y negociación, por contribuir a elaborar las leyes que deben aplicar y cuyos defectos ven y padecen diariamente.
¿Tecnocracia, concepto denostado donde los haya? A nuestro juicio, simplemente la necesidad, evidente en cualquier sociedad que pretenda funcionar correctamente, de que se encarguen de las diferentes funciones las personas más capaces, por su formación, capacidad y experiencia, para desempeñarlas con éxito.
Un solo dato histórico: tras la Revolución francesa, se pretendió que los representantes del pueblo ejerciesen todos los poderes, legislativo, ejecutivo y judicial. Este último, el más técnico, el que exige mayores capacidades y formación, ya que el Juez no tiene expertos en Derecho en quienes apoyarse, debió ser excluido de tal pretensión, confiando de nuevo en jueces expertos en Derecho, por los malos resultados que dieron los tribunales populares.
Quizá ahora estamos viviendo un proceso similar en relación con los otros poderes, pero los dogmas indiscutidos no nos dejan verlo. Un político debe estar preparado para gobernar, no sólo ser un experto en ganar elecciones, obtener la investidura y sacar adelante leyes que reflejen los intereses de las formaciones que las apoyan. Gobernar no significa sólo ocupar el Gobierno y, por tanto, usar sus resortes para seguir en el poder, sino utilizar este poder para resolver los problemas comunes. Para ésto votamos a los políticos, aunque parece que no se hayan enterado.
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lunes, 27 de diciembre de 2010
jueves, 5 de noviembre de 2009
Conocimiento y experiencia
Hoy, en "La Vanguardia", en un artículo titulado "La democracia sin contrapesos, Francesc de Carreras acaba afirmando que, ante la insaciable voracidad de los partidos para obtener cada vez más cuotas de poder, Las últimas esperanzas de los ciudadanos están depositadas en los funcionarios, jueces, fiscales y órganos de comunicación independientes.
El mismo autor, el martes, 3 de noviembre, también en "La Vanguardia" contestaba una carta de un lector expresando su opinión de que sería bueno que los cargos públicos, antes de ser designados, tuvieran una acreditada experiencia profesional que les permitiera dedicar sólo una parte de su vida a la política activa.
Otro catedrático de la Universidad Autónoma, el mismo día, pero en "El Periódico", refiriéndose al escándalo centrado en el hijo de Nicolas Sarkozy (pero el comentario es perfectamente extrapolable a nuestro país) deploraba igualmente la falta de preparación y de experiencia profesional de los políticos.
A mi juicio, todo está ligado por un error de nuestra sociedad: hemos dejado de valorar el conocimiento y la experiencia. Hoy en día, la sociedad española (quizá no sólo ella) valora únicamente la fama, conseguida como consecuencia de la aparición en los medios de comunicación (son famosos porque salen en la tele, y salen en la tele porque son famosos), las facultades innatas (los deportistas de élite no conocen mejor la teoría y la técnica de su disciplina, ni se esfuerzan más, simplemente están mejor dotados) y el dinero, cualquiera que sea la forma en que se ha obtenido.
Por éso no se valora ni se respeta al maestro y los jóvenes carecen de motivación para estudiar: no es la vía para obtener lo que todos deseamos, una retribución digna y el respeto y aprecio de nuestros conciudadanos. Tenía razón la niña que, en un anuncio de una loción contra los piojos, afirmaba que ella quería ser famosa y salir en televisión insultando y siendo insultada: esta infame actividad es mucho más rentable que otras que antaño considerábamos más prestigiosas y benéficas para el conjunto de la ciudadanía.
Ya hace muchos años que Ortega y Gasset dio nombre a esta situación: la rebelión de las masas. El hombre masa (y la mujer masa, seamos políticamente correctos) cree que lo primero que se le ocurre, sin esforzarse siquiera en meditarlo o en formarse para tener un criterio recto, vale tanto como lo que, tras árduo estudio, pueda formular un experto en la materia de que se trate. No reconoce la superioridad, en ese campo concreto, del experto ni, por tanto, admite la necesidad de confiarle las decisiones importantes en dicho ámbito.
El político busca, por definición, el poder. Pero el político masa, o el que decide halagar a las masas (el demagogo) no reconoce la superioridad del experto. Confía únicamente en su propio y mal formado criterio o, lo que quizá sea peor, asume aquella postura que considera más popular entre los componentes de la masa, que tampoco reconoce superior, a fin de obtener votos.
La respuesta, por tanto, no debe ser únicamente exigir una formación y una experiencia profesional a los aspirantes a cargos públicos, sino que exige un cambio más radical: que volvamos a reconocer y valorar la importancia del conocimiento y la experiencia en todos los ámbitos de la vida. Incluso para introducir innovaciones revolucionarias es imprescindible conocer aquello que se quiere cambiar.
El mismo autor, el martes, 3 de noviembre, también en "La Vanguardia" contestaba una carta de un lector expresando su opinión de que sería bueno que los cargos públicos, antes de ser designados, tuvieran una acreditada experiencia profesional que les permitiera dedicar sólo una parte de su vida a la política activa.
Otro catedrático de la Universidad Autónoma, el mismo día, pero en "El Periódico", refiriéndose al escándalo centrado en el hijo de Nicolas Sarkozy (pero el comentario es perfectamente extrapolable a nuestro país) deploraba igualmente la falta de preparación y de experiencia profesional de los políticos.
A mi juicio, todo está ligado por un error de nuestra sociedad: hemos dejado de valorar el conocimiento y la experiencia. Hoy en día, la sociedad española (quizá no sólo ella) valora únicamente la fama, conseguida como consecuencia de la aparición en los medios de comunicación (son famosos porque salen en la tele, y salen en la tele porque son famosos), las facultades innatas (los deportistas de élite no conocen mejor la teoría y la técnica de su disciplina, ni se esfuerzan más, simplemente están mejor dotados) y el dinero, cualquiera que sea la forma en que se ha obtenido.
Por éso no se valora ni se respeta al maestro y los jóvenes carecen de motivación para estudiar: no es la vía para obtener lo que todos deseamos, una retribución digna y el respeto y aprecio de nuestros conciudadanos. Tenía razón la niña que, en un anuncio de una loción contra los piojos, afirmaba que ella quería ser famosa y salir en televisión insultando y siendo insultada: esta infame actividad es mucho más rentable que otras que antaño considerábamos más prestigiosas y benéficas para el conjunto de la ciudadanía.
Ya hace muchos años que Ortega y Gasset dio nombre a esta situación: la rebelión de las masas. El hombre masa (y la mujer masa, seamos políticamente correctos) cree que lo primero que se le ocurre, sin esforzarse siquiera en meditarlo o en formarse para tener un criterio recto, vale tanto como lo que, tras árduo estudio, pueda formular un experto en la materia de que se trate. No reconoce la superioridad, en ese campo concreto, del experto ni, por tanto, admite la necesidad de confiarle las decisiones importantes en dicho ámbito.
El político busca, por definición, el poder. Pero el político masa, o el que decide halagar a las masas (el demagogo) no reconoce la superioridad del experto. Confía únicamente en su propio y mal formado criterio o, lo que quizá sea peor, asume aquella postura que considera más popular entre los componentes de la masa, que tampoco reconoce superior, a fin de obtener votos.
La respuesta, por tanto, no debe ser únicamente exigir una formación y una experiencia profesional a los aspirantes a cargos públicos, sino que exige un cambio más radical: que volvamos a reconocer y valorar la importancia del conocimiento y la experiencia en todos los ámbitos de la vida. Incluso para introducir innovaciones revolucionarias es imprescindible conocer aquello que se quiere cambiar.
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domingo, 29 de marzo de 2009
Experiencia
"Profesor de Derecho sin experiencia de gestión empresarial ofrécese para dirigir gran empresa". En el mundo de la empresa privada, ¿tendría alguna respuesta esta oferta? Ninguna, evidentemente.
Sin embargo, este anuncio lo podría haber publicado José Luís Rodríguez Zapatero en la campaña electoral en que accedió por primera vez a la presidencia del Gobierno, y nadie consideró que estas circunstancias le invalidasen para ejercer el cargo al que optaba. Quizá el Partido Popular mencionase su falta de experiencia para descalificarle, pero ni siquiera la actual oposición consideró que esa falta de experiencia fuese un handicap grave.
Aún más, el nombramiento de Carme Chacón como Ministra de Defensa generó polémica (tal vez artificial) por su condición de mujer y su estado de buena esperanza al tomar posesión. Nadie (que yo recuerde) señaló que carecía de conocimientos acerca de la política de defensa y de experiencia de gestión pública, salvo un breve paso por el Ministerio de la Vivienda, un ministerio prácticamente carente de competencias reales.
Cuando el PSOE accedió por primera vez al poder, la falta de experiencia de los nuevos ministros era natural, ya que no podían haberla obtenido en el franquismo. Pero en la actualidad existen militantes y simpatizantes socialistas con experiencia, ya sea en la anterior etapa de gobierno, ya en gobiernos autonómicos o municipales. Puede discutirse la política de Pedro Solbes, pero no su ejecutoria antes de volver al ministerio. Algo parecido puede decirse de Pérez Rubalcaba, de Marín, de Bono o de Montilla.
Tanto al publicar los diarios la lista de los nuevos ministros como al informar sobre el nuevo equipo directivo del PP, sorprendían las referencias biográficas: salvo aquéllos que pertenecían a Cuerpos funcionariales de prestigio (Registradores de la Propiedad, Abogados del Estado) la experiencia profesional se expresaba mediante expresiones tan genéricas como "jurista", "economista", "empresario"... Expresiones que nada dicen acerca de la experiencia real, de los logros o el desempeño de una profesión.
Cuando gobernaba Felipe González era frecuente que los medios de comunicación afines al PSOE definiesen al Presidente de EEUU, Ronald Reagan, como "el mediocre actor". ¿Por qué no definían al Presidente español como "el mediocre abogado" o "el mediocre profesor de Derecho laboral"? ¿Ganó González pleitos que le hicieran famoso?¿Redactó un texto decisivo en su asignatura? Por supuesto, ahora la historia puede hacer un juicio de ambos según las políticas que desarrollaron y los resultados de las mismas. Pero, entonces, el rasero era bien distinto.
No pretendo que se establezca un escalafón cerrado para acceder a los cargos públicos que sustituya o limite al resultado de las elecciones. Pero creo que sería lógico que fuesen elegidas personas que ya hubiesen demostrado su capacidad y su buen hacer. Que los partidos y los votantes confiasen en personas cuyas realizaciones les avalasen ya garantizasen, al menos, que no habrían de caer en errores de principiantes. Que los factores que justifican un nombramiento no fuesen, en definitiva, la pertenencia a una minoría, el equilibrio territorial, el control del partido o la simple amistad con el jefe.
Pero, quizá, mi error sea creer que en la empresa privada rigen estos criterios. Que se valoran la experiencia y los logros obtenidos, no los contactos personales, familiares, políticos... Que el palco del Real Madrid era un centro privilegiado de negocios únicamente porque en él coincidían casualmente personas vinculadas al negocio inmobiliario, unidas por su afición al fútbol. Tal vez en España lo que cuenta, en todos los ámbitos, sea la simpatía, la familia, los contactos. Tal vez, también en este campo sea preciso implantar (que no recuperar) la cultura del esfuerzo y del mérito.
Sin embargo, este anuncio lo podría haber publicado José Luís Rodríguez Zapatero en la campaña electoral en que accedió por primera vez a la presidencia del Gobierno, y nadie consideró que estas circunstancias le invalidasen para ejercer el cargo al que optaba. Quizá el Partido Popular mencionase su falta de experiencia para descalificarle, pero ni siquiera la actual oposición consideró que esa falta de experiencia fuese un handicap grave.
Aún más, el nombramiento de Carme Chacón como Ministra de Defensa generó polémica (tal vez artificial) por su condición de mujer y su estado de buena esperanza al tomar posesión. Nadie (que yo recuerde) señaló que carecía de conocimientos acerca de la política de defensa y de experiencia de gestión pública, salvo un breve paso por el Ministerio de la Vivienda, un ministerio prácticamente carente de competencias reales.
Cuando el PSOE accedió por primera vez al poder, la falta de experiencia de los nuevos ministros era natural, ya que no podían haberla obtenido en el franquismo. Pero en la actualidad existen militantes y simpatizantes socialistas con experiencia, ya sea en la anterior etapa de gobierno, ya en gobiernos autonómicos o municipales. Puede discutirse la política de Pedro Solbes, pero no su ejecutoria antes de volver al ministerio. Algo parecido puede decirse de Pérez Rubalcaba, de Marín, de Bono o de Montilla.
Tanto al publicar los diarios la lista de los nuevos ministros como al informar sobre el nuevo equipo directivo del PP, sorprendían las referencias biográficas: salvo aquéllos que pertenecían a Cuerpos funcionariales de prestigio (Registradores de la Propiedad, Abogados del Estado) la experiencia profesional se expresaba mediante expresiones tan genéricas como "jurista", "economista", "empresario"... Expresiones que nada dicen acerca de la experiencia real, de los logros o el desempeño de una profesión.
Cuando gobernaba Felipe González era frecuente que los medios de comunicación afines al PSOE definiesen al Presidente de EEUU, Ronald Reagan, como "el mediocre actor". ¿Por qué no definían al Presidente español como "el mediocre abogado" o "el mediocre profesor de Derecho laboral"? ¿Ganó González pleitos que le hicieran famoso?¿Redactó un texto decisivo en su asignatura? Por supuesto, ahora la historia puede hacer un juicio de ambos según las políticas que desarrollaron y los resultados de las mismas. Pero, entonces, el rasero era bien distinto.
No pretendo que se establezca un escalafón cerrado para acceder a los cargos públicos que sustituya o limite al resultado de las elecciones. Pero creo que sería lógico que fuesen elegidas personas que ya hubiesen demostrado su capacidad y su buen hacer. Que los partidos y los votantes confiasen en personas cuyas realizaciones les avalasen ya garantizasen, al menos, que no habrían de caer en errores de principiantes. Que los factores que justifican un nombramiento no fuesen, en definitiva, la pertenencia a una minoría, el equilibrio territorial, el control del partido o la simple amistad con el jefe.
Pero, quizá, mi error sea creer que en la empresa privada rigen estos criterios. Que se valoran la experiencia y los logros obtenidos, no los contactos personales, familiares, políticos... Que el palco del Real Madrid era un centro privilegiado de negocios únicamente porque en él coincidían casualmente personas vinculadas al negocio inmobiliario, unidas por su afición al fútbol. Tal vez en España lo que cuenta, en todos los ámbitos, sea la simpatía, la familia, los contactos. Tal vez, también en este campo sea preciso implantar (que no recuperar) la cultura del esfuerzo y del mérito.
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