jueves, 5 de noviembre de 2009

Conocimiento y experiencia

Hoy, en "La Vanguardia", en un artículo titulado "La democracia sin contrapesos, Francesc de Carreras acaba afirmando que, ante la insaciable voracidad de los partidos para obtener cada vez más cuotas de poder, Las últimas esperanzas de los ciudadanos están depositadas en los funcionarios, jueces, fiscales y órganos de comunicación independientes.

El mismo autor, el martes, 3 de noviembre, también en "La Vanguardia" contestaba una carta de un lector expresando su opinión de que sería bueno que los cargos públicos, antes de ser designados, tuvieran una acreditada experiencia profesional que les permitiera dedicar sólo una parte de su vida a la política activa.

Otro catedrático de la Universidad Autónoma, el mismo día, pero en "El Periódico", refiriéndose al escándalo centrado en el hijo de Nicolas Sarkozy (pero el comentario es perfectamente extrapolable a nuestro país) deploraba igualmente la falta de preparación y de experiencia profesional de los políticos.

A mi juicio, todo está ligado por un error de nuestra sociedad: hemos dejado de valorar el conocimiento y la experiencia. Hoy en día, la sociedad española (quizá no sólo ella) valora únicamente la fama, conseguida como consecuencia de la aparición en los medios de comunicación (son famosos porque salen en la tele, y salen en la tele porque son famosos), las facultades innatas (los deportistas de élite no conocen mejor la teoría y la técnica de su disciplina, ni se esfuerzan más, simplemente están mejor dotados) y el dinero, cualquiera que sea la forma en que se ha obtenido.

Por éso no se valora ni se respeta al maestro y los jóvenes carecen de motivación para estudiar: no es la vía para obtener lo que todos deseamos, una retribución digna y el respeto y aprecio de nuestros conciudadanos. Tenía razón la niña que, en un anuncio de una loción contra los piojos, afirmaba que ella quería ser famosa y salir en televisión insultando y siendo insultada: esta infame actividad es mucho más rentable que otras que antaño considerábamos más prestigiosas y benéficas para el conjunto de la ciudadanía.

Ya hace muchos años que Ortega y Gasset dio nombre a esta situación: la rebelión de las masas. El hombre masa (y la mujer masa, seamos políticamente correctos) cree que lo primero que se le ocurre, sin esforzarse siquiera en meditarlo o en formarse para tener un criterio recto, vale tanto como lo que, tras árduo estudio, pueda formular un experto en la materia de que se trate. No reconoce la superioridad, en ese campo concreto, del experto ni, por tanto, admite la necesidad de confiarle las decisiones importantes en dicho ámbito.

El político busca, por definición, el poder. Pero el político masa, o el que decide halagar a las masas (el demagogo) no reconoce la superioridad del experto. Confía únicamente en su propio y mal formado criterio o, lo que quizá sea peor, asume aquella postura que considera más popular entre los componentes de la masa, que tampoco reconoce superior, a fin de obtener votos.

La respuesta, por tanto, no debe ser únicamente exigir una formación y una experiencia profesional a los aspirantes a cargos públicos, sino que exige un cambio más radical: que volvamos a reconocer y valorar la importancia del conocimiento y la experiencia en todos los ámbitos de la vida. Incluso para introducir innovaciones revolucionarias es imprescindible conocer aquello que se quiere cambiar.

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