viernes, 18 de junio de 2010

Burocracia

Hoy, en "La Vanguardia", Pilar Rahola comenta el caso de una joven de brillante expediente académico que, por un problema que no explica completamente, no pudo pagar a tiempo las tasas, por lo que no ha podido presentarse a la selectividad y, por tanto, no podrá estudiar Medicina, que era su primera opción y que, con su historial, tenía prácticamente garantizada.

No conozco el caso, por lo que no puedo opinar y menos atribuir la culpa a tirios o a troyanos. Pero si quisiera contestar al desdén de la columnista por la Administración y los funcionarios. Porque reprocha a la funcionaria que "apelase intransigentemente a las normas". En definitiva, viene a decir que la estudiante, Emma Busons Saltor, era merecedora por su curriculum a que hiciesen una excepción dejándole cumplir un trámite una vez finalizado el plazo establecido para ello.

Desde un punto de vista normativo, hay que recordar a la Sra. Rahola (¡pero que más le da, a una política!) que el artículo 103 de la Constitución establece que la Administración actúa con sometimiento pleno a la Ley y al Derecho. Que el Estado de derecho, consagrado en el artículo 1, implica el sometimiento de todos los poderes públicos a la Ley. Y que el artículo 14 del mismo e insignificante texto legal establece el principio de igualdad, que prohibe hacer excepciones, si no son las previstas en las leyes.

Aun más importante, el reglamentismo de los funcionarios, de la Administración, tiene una razón de ser. El proceso de implantación de la democracia, de transformación de los súbditos en ciudadanos, ha conllevado una reducción drástica de la discrecionalidad administrativa. A fin de evitar la arbitrariedad, se ha impuesto a los funcionarios una actuación que pretende ser absolutamente reglada: el funcionario, la Administración, debe hacer exactamente lo que establecen las normas, y sólo eso.

El reverso de este sometimiento a las normas, que busca evitar la discrecionalidad perjudicial para el ciudadano es, lógicamente, la proscripción de la discrecionalidad favorable al mismo. Sencillamente, el legislador desconfía de la discrecionalidad administrativa y la reduce cuanto puede. Como las vías, que impiden al tren o al tranvía invadir el espacio reservado a las personas, pero también le hacen imposible sortear a quien inadvertidamente o por algún problema, ha quedado detenido en el paso a nivel.

A ello se une otra consideración: frecuentemente, un acto de la Administración favorable a un ciudadano es, al menos en cierto modo, desfavorable para otros; la concesión de una subvención al primero reduce los fondos disponibles para los demás y se paga con los impuestos recaudados a todos; la condonación de una multa a uno puede crear un agravio comparativo para otros. No siempre es posible beneficiar a alguien sin perjudicar a nadie, aunque no sea posible individualizar el perjuicio. También por ello el legislador, representante de la voluntad popular, quiere reservarse la decisión en lugar de confiarla a los funcionarios y la técnica para ello consiste en establecer normas que la Administración no puede conculcar.

Por tanto, quien se queja de la rigidez de la Administración en su cumplimiento de las normas, debe ser consciente de cual es la alternativa. Si se considera que, para evitar injusticias, la Administración debe tener un margen de discrecionalidad, tiene que aceptar que esta discrecionalidad pueda beneficiarle o perjudicarle. Si se pretende excluir, la Administración actuará, coherentemente, como un robot insensible, porque eso es, precisamente, lo que se le pide.

Pero pretender que la Administración esté plenamente sometida a derecho, sin discrecionalidad, pero que haga excepciones, en casos que nos parezcan merecedores de un trato especial, supone, sencillamente, quebrar completamente el Estado de derecho. ¿Alguien se apunta?

1 comentario:

Anónimo dijo...

Antes de opinar quizás sería mejor informarse, ¿no?
El problema fue que la entidad bancaria que no hizo el ingreso de la tasa del examen.

No se trata que alguien reciba un trato especial, sino un trato justo y ecuánime.

No puede entenderse que un funcionario no le dé la gana de atender la incidencia y las explicaciones que se acreditan documentalmente.
En el peor de los casos, ¿por qué no se le permite que pueda presentarse al examen extraordinario?
¿Qué sentido tiene un tribunal de incidencias si no es capaz de resolver precisamente incidencias de casos especiales?

BURROCRACIA y sueldo fijo a final de mes de por vida: éste es el principal cáncer de la sociedad, porque por más desinterés, apatía y neglicencia en el desempeño de sus funciones, el funcionario tiene garantizado su sueldo, por más inmerecido que sea.