jueves, 24 de junio de 2010

Derecho vs. política

El comportamiento de los políticos catalanes acerca de la previsible sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto, que describe hoy en “La Vanguardia” Francesc de Carreras, pone de manifiesto un fenómeno mucho más amplio y de enorme gravedad: el desprecio del derecho que, en particular, se quiere supeditado a la política.

Así, se ha repetido el argumento de que la voluntad democrática de la población de Cataluña no puede ser ignorada o modificada por un simple Tribunal, olvidando que éste debe, únicamente, valorar la compatibilidad del Estatuto con la Constitución, norma suprema a la que todas las demás deben ajustarse. En el fondo, están afirmando que el principio de legalidad, el de jerarquía normativa y, en último término, el Estado de derecho deben ceder ante el producto de las urnas.

En la última (por el momento) secuela del saqueo del Palau de la Música , se ha puesto de manifiesto también este fenómeno. El “conceller” Castells firmó lo que le presentaron los servicios de su Departamento, en los cuales podía y debía confiar; su responsabilidad, pues, ha de ser únicamente política. Ahora bien, la omisión del preceptivo informe jurídico en el procedimiento es inexcusable. Pero, claro, intervenía gente tan importante y tan bien conectada que sería una ofensa aplicarles la normativa hecha para el común de los mortales.

¿Cuál era la función de los señores Alavedra y Prenafeta en los negocios que puso de manifiesto la operación Pretoria? ¿Qué valor añadido aportaban? Parece evidente que sus contactos allanaban el camino a quienes querían obtener determinados actos administrativos, como recalificaciones de terrenos o licencias urbanísticas que debían regirse exclusivamente por la legislación vigente.

Los encargos de informes inútiles, a precio superior al de mercado o que podían ser emitidos por la propia Administración han dado que hablar, aunque al ser una práctica común a todos los gobiernos, no se han exigido responsabilidades políticas. Pero lo que sorprende es que prácticamente nadie haya dado importancia al hecho evidente de que estas prácticas son totalmente contrarias a las leyes que regulan el funcionamiento de las Administraciones públicas.

El caso Gürtel puede presentar muchos aspectos y, sin duda, algunos más graves que el que ahora ocupa nuestra atención. Pero, en el mejor de los casos, es obvio que se infringieron sistemáticamente las leyes que rigen la contratación administrativa para que las empresas de la trama obtuvieran los encargos. Además, pudo haber cohechos, malversación de caudales, financiación ilegal de partidos, pero incluso si no se aprecian estos delitos es claro que los gobernantes (en este caso del PP) no tuvieron inconveniente en saltarse las leyes que habían jurado respetar y aplicar.
Volviendo al caso Millet, es dudoso el acierto del juez Solaz al no ordenar la prisión preventiva. Pero la celeridad de su colega para acordar dicha medida por una acusación menos grave y más discutible lleva a sospechar que haya sido provocada por la opinión pública, que quiere ver al bandido entre rejas, sin esperar a que sea juzgado y condenado como exige la legislación.

Así también, las reacciones de los medios de comunicación frente a cualquier noticia que aparece como una injusticia: exigen y promueven la exigencia popular de que sea solventado el problema sin preocuparse de lo que establecen las normas. Prescinden de los mecanismos jurídicos de reacción y de la posible existencia de otras situaciones similares, incluso más graves, que no han disfrutado de publicidad y reclaman la inmediata solución, aunque exija conculcar todas las normas existentes.
Volviendo al Tribunal Constitucional, es también cierto que los partidos han tratado de controlarlo, eligiendo a sus componentes por su afinidad ideológica u obediencia política, no por sus conocimientos jurídicos y su prudencia profesional (los dos componentes de la jurisprudencia que deben sentar).

En una democracia, la voluntad del pueblo, titular de la soberanía, manifestada en la elección de los parlamentarios y, más indirectamente, en la designación de los miembros del Gobierno, tiene que determinar los objetivos y fines de los poderes públicos. Pero la forma de alcanzarlos ha de ajustarse a las normas jurídicas dictadas por el propio Parlamento, a fin de respetar los derechos de todos y, en particular, de quienes carecen de poder.

La política ha de determinar el destino del tren, pero éste ha de circular por las vías, que vienen dadas por el ordenamiento jurídico. Se pueden poner vías nuevas, para permitir alcanzar nuevos destinos, o alcanzar los mismos por otros recorridos, pero si el tren se sale de las vías es demasiado probable que, aunque pretenda alcanzar más fácilmente su destino, atropelle personas y cause destrozos en las propiedades.

Los políticos buscan controlar el sistema jurídico, argumentando que no se pueden poner trabas a los depositarios de la soberanía popular. Pero, en el mejor de los casos, actuar al margen del ordenamiento conduce a ignorar derechos que han sido igualmente declarados dignos de protección por el mismo Parlamento y, en el peor, permite a quienes disponen de algún tipo de poder buscar su beneficio a costa de quienes carecen de él.

Como dice la sentencia clásica, dura lex, sed lex: respetar las leyes puede ser costoso, pero es siempre una garantía, preferible a la ley de la selva. Sobre todo, para los más débiles, los simples ciudadanos.

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