miércoles, 10 de febrero de 2010

Multas, multas

Absolutamente genial la columna de Quim Monzó en "La Vanguardia" de hoy. El mejor Monzó, cargado de ironía y de razón.

En el mismo diario, una carta de un lector ("Denuncias ociosas") incide, desde otro ángulo, en el mismo tema. El sistema de sanciones contra los incívicos es ineficaz y casi genera más irrisión que otra cosa.

Las multas por infracciones como viajar sin billete en transporte público u orinar en la calle no tienen un efecto disuasorio por varias razones: no hay suficiente vigilancia para que el riesgo de ser descubierto sea real; los encargados de formular las denuncias, frecuentemente carecen de la capacidad coercitiva que les permita parar e identificar a los transgresores y formular la denuncia, con lo que se les ríen en las barbas.

Pero, sobre todo, las multas son inútiles si se imponen a aquéllos que carecen de bienes fácilmente embargables que permitan hacer efectiva la sanción. Y bienes de este tipo hay relativamente pocos: saldo positivo en cuentas bancarias, una nómina, una devolución del IRPF, en la época adecuada del año y poca cosa más. Un coche o una moto no son fácilmente localizables y enajenarlos es costoso, en ambos sentidos. Subastar una vivienda para cobrar 40 o 50 euros de multa es claramente desproporcionado, caro y complejo.

La única solución, a mi modo de ver, es imponer multas exclusivamente a aquellos infractores que demuestren que tienen recursos económicos que aseguren el pago o que depositen su importe en el acto, sin perjuicio de los recursos que puedan proceder. A los demás, no hay que imponerles sanciones económicas sino otras, que realmente supongan un perjuicio con verdadera capacidad disuasoria. Por ejemplo, trabajos para la comunidad. Un par de fines de semana recogiendo papeles en las calles, limpiando graffitti o desbrozando bosques puede ser mano de santo para los gamberros.

El problema, claro está, es que estas sanciones afectan a la libertad individual y, por tanto, es preciso que las impongan los jueces. Por tanto, necesitamos que nuestro sistema judicial sea capaz de lidiar, además de los procesos por delitos o faltas penales, con lo que hasta ahora han sido infracciones administrativas. Ello sólo es posible si se realiza una reforma en profundidad del propio sistema judicial, de forma que sea rápido y eficaz.

Esta reforma es inexcusable si pretendemos que las leyes sean respetadas, lo que constituye una exigencia del Estado de Derecho, pero también una necesidad del mercado.

Que el juicio por el "caso Hacienda" se vea diez años después del descubrimiento de los hechos hace que la sentencia pierda mucho de su valor, sobre todo ejemplar y preventivo. Ya se está diciendo que Millet, pese al escándalo, no pisará la cárcel, si no ha sido internado preventivamente, porque hasta que haya sentencia firme pasarán muchos años y puede fallecer antes o alcanzar una edad en la que se le ahorre el ingreso.

Se pretende incentivar el alquiler inmobiliario, pero el propietario teme que los inquilinos se conviertan en "okupas" durante meses o años, hasta que logre hacer efectivo el lanzamiento. Y, hablando de "okupas", qué decir de esos propietarios que han encontrado su domicilio o segunda residencia ocupados por extraños sin ningún título y han visto que la justicia ampara a los ocupantes.

Por poner otro ejemplo, las estupefacientes resoluciones judiciales en casos de violencia de género ponen de manifiesto la necesidad de la reforma por otra razón: en parte por corporativismo, en parte por una mal entendida sacralización de la independencia judicial no generan ninguna reacción efectiva y hacen patentes los defectos del sistema de selección y formación de los jueces y magistrados.

En resumen: no tengo la solución a todos los problemas, estructurales y coyunturales de nuestro país, pero la reforma del sistema judicial es una medida necesaria, aunque no suficiente, para resolver la mayoría de ellos. En las presentes y graves circunstancias, me parece que es un buen punto para empezar.

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