miércoles, 30 de septiembre de 2015

Elecciones 27 S

Lo primero que se ha de decir de los resultados de las elecciones al Parlament del 27 de septiembre de 2015 es que ganó ampliamente la lista de Junts pel sí. Esto, que parece una perogrullada, hay que decirlo porque, como de costumbre, todas las formaciones han pretendido aparecer como victoriosas y presentar a los adversarios como perdedores.

Después, hay que señalar que no se ha tratado de un plebiscito. Dos formaciones se han negado a entrar en el juego planteado por los independentistas y alinearse con el sí o el no a la independencia: UDC ha venido a decir que ellos no quieren la independencia en la forma propuesta por Junts pel sí, lo que no significa forzosamente que en un referéndum hubiesen votado en contra. Por su parte, Catalunya sí que es por no se ha pronunciado claramente y, al parecer, incluye partidarios de ambas opciones.

Por tanto, no se pueden contar exactamente los partidarios de la independencia y los contrarios a ella. Pero las elecciones han dejado claro que hay un gran número de ciudadanos de Cataluña con derecho a voto que apuestan por la constitución de un estado catalán independiente y otro gran número de partidarios de mantener a Cataluña dentro de España. Ambos grupos, próximos a la mitad del electorado, lo que supone un país polarizado, si no dividido.

Esta polarización en torno a dos posturas antagónicas puede dar lugar a un conflicto serio, que determine no solo la ingobernabilidad política, sino divisiones irreconciliables entre quienes comparten vecindad, amistades o vínculos familiares. Y eso se habría de evitar a toda costa.

La única solución es llegar a un equilibrio, una componenda que beneficie a ambas partes, aunque no satisfaga a ninguna. Y esta solución exige inexcusablemente cesiones por parte de todos. Ahora bien, en los términos en que se ha planteado, independencia si o no, blanco o negro, no es posible llegar a un acuerdo. Solo cabe la prevalencia de una de las dos posturas, y el aplastamiento de la otra.

Pero, en realidad, la cuestión está mal planteada en estos términos. Una Cataluña independiente, dentro de la Unión Europea y manteniendo una relación cordial con España no sería sustancialmente distinta de la actual. Los catalanes no votarían en las elecciones a las Cortes generales, algunas políticas, no regidas por las instituciones europeas, serían divergentes, y poco más.

Lo que está en juego no es la independencia, sino algo que va más allá: el modelo de país que queremos. Los independentistas quieren la independencia para construir la nación catalana, un país de lengua y cultura exclusivamente catalanas (bueno, el inglés sería segunda lengua), emocionalmente centrado tan solo en Cataluña y depurado de cualquier contaminación española.

Frente a este proyecto, respetable pero no obligatorio, ¿qué ofrecen los partidarios de la unión? Los nacionalistas catalanes responden que un proyecto diametralmente opuesto al suyo: una Cataluña construida a imagen y semejanza de Castilla en lengua, cultura y demás elementos con carga emocional. Así, pretenden convencernos de que la verdadera opción es la planteada en las que denominaron elecciones plebiscitarias: independencia sí o no, nacionalismo catalán o nacionalismo español.

Pero, en realidad, la mayoría de quienes han votado las listas que se oponen a la independencia de Cataluña no son partidarios de ese proyecto nacionalista español. Son, somos, personas con vínculos emocionales con España y con Cataluña, mayoritariamente bilingües, que rechazamos tanto la intransigencia del nacionalismo catalán como el orgullo trasnochado del nacionalismo español. Que creemos que la aportación de la inmigración enriquece la herencia autóctona, en lugar de desmerecerla. Que no pretendemos privar a nadie de su lengua o sus sentimientos, pero tampoco queremos que otros nos impongan los suyos.

Sobre esta base es posible la resolución del conflicto. Lo sería, incluso, tanto en una Cataluña independiente como en una Cataluña vinculada a España. Ahora bien, es imprescindible renunciar a la imposición de ambas posturas extremas. Solo la koiné, el mestizaje puede mantener la convivencia.

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