viernes, 12 de noviembre de 2010

Nacionalismo y realidad

Se ha publicado un adelanto de una encuesta elaborada por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) centrada en la intención de voto de las elecciones catalanas del 28 de noviembre. Los resultados electorales previstos son interesantes, pero la encuesta incluye una serie de preguntas sobre cuestiones que, en principio, están detrás del voto o la intención de voto de cada persona que llaman poderosamente la atención. Tanto, que hasta "La Vanguardia" se ha visto obligada a comentarlos de forma destacada en su edición digital.

Según esta encuesta, el 60,5 % de los ciudadanos de Cataluña se sienten tan españoles como catalanes o más, frente a un 37 % que se sienten más catalanes que españoles o únicamente catalanes. El grupo más numeroso son quienes se sienten tan españoles como catalanes, con un 43 %.

La misma encuesta nos dice que el castellano es la lengua materna del 55,2 % de los ciudadanos, mientras el catalán lo es para el 37,5 % y un 5,3 % se siente vinculado por igual a ambas lenguas.

Un 65,9 % de los encuestados no se considera nacionalista catalán, condición que sí se atribuye el 31,7 % de la muestra.

A la luz de estos datos no se sostiene la afirmación de que Cataluña es una nación distinta e, incluso, opuesta a España. El hecho supuestamente diferencial sólo concurre en una minoría (aunque importante). La mayoría tiene vínculos tan fuertes con España como con Cataluña, lo que excluye de raíz la alternativa excluyente que implica el nacionalismo.

Afirmar que Cataluña es una nación y extraer consecuencias políticas de este hecho, como hemos visto desmentido por la realidad, supone sencillamente pretender imponer los sentimientos de la minoría a la mayoría, lo que evidencia un escaso respeto por la democracia. Y ésto es, exactamente, lo que afirma el credo nacionalista: que Cataluña es una nación y que, como consecuencia, tiene la voluntad y el derecho de autogobernarse.

Cuidado, otra cosa son las elecciones, la composición del Parlamento y el Gobierno. Lo que deciden los representantes de los ciudadanos, elegidos democráticamente, se plasma en las leyes, que obligan a esos mismos ciudadanos mientras están vigentes, en virtud del principio de legalidad, esencial también en una democracia. Contra ellas no puede prevalecer la creencia de que no reflejan la voluntad popular, como tampoco el mito de la nación.

Pero es importante destacar la realidad que muestra esta encuesta, como otros estudios incluso encargados por la Generalidad. Porque hemos llegado a una situación en que sentirse español, utilizar el castellano o rechazar el nacionalismo catalán (y el dogma fundamental del mismo, que afirma que Cataluña es una nación) es algo vergonzoso que hay que ocultar, cuando son características que compartimos la mayoría de los ciudadanos de Cataluña.

Y, por tanto, hay que tratar al nacionalismo como lo que es: un movimiento político y social que pretende crear la nación catalana, invirtiendo las estadísticas. Pretende que la mayoría de los habitantes de Cataluña tengan como lengua materna el catalán, se sientan exclusiva o fundamentalmente catalanes y apoyen el proyecto nacionalista. Se puede estar a favor de este nacionalismo o en su contra, como sucede con cualquier proyecto político o social; éso es democracia. Lo que no es admisible es que nos impongan un dogma que, además, es descaradamente falso.

Encuesta CIS:

jueves, 11 de noviembre de 2010

Visita papal o misa de Estado

Francesc de Carreras dicta hoy una clase magistral en "La Vanguardia" ("Estado laico, personas libres") acerca de la laicidad y la confesionalidad del Estado. Parte, como es obvio, de la reciente visita de Benedicto XVI a Santiago de Compostela y Barcelona y de las reacciones que ha suscitado.

Quiero hoy fijarme particularmente en uno de los muchos temas que han sido objeto de debate en relación con esta visita: la ausencia del Presidente del Gobierno en la ceremonia de consagración de la Sagrada Familia.

Si viniese a España en visita oficial el Presidente de algún país que, al propio tiempo, tuviese un cargo en la masonería y, aprovechando su estancia en España presidiese aquí algún acto masónico, sin duda los Reyes le recibirían de acuerdo con el programa habitual en las visitas de Estado. Sin embargo dudo mucho que nadie encontrase extraño que no asistiesen al ceremonial masónico. Incluso es improbable que fuesen invitados, ya que las reuniones masónicas no son públicas.

Si fuese un monarca musulmán el que acudiese a la inauguración de una mezquita en nuestro país, probablemente el Rey le recibiría, le invitaría a un almuerzo o cena oficial y a otros actos, de trabajo o lúdicos. Pero nadie se escandalizaría porque D. Juan Carlos no asistiese a la oración del viernes en la mezquita, ya que no es musulmán.

¿Por qué, entonces, extraña y aun escandaliza que José Luis Rodríguez Zapatero no haya asistido a la consagración de la nueva basílica, si es notorio que no es creyente?

Hay un primer elemento: el Estado tiene un protocolo más o menos establecido para las visitas de Jefes de Estado extranjeros. Visitas oficiales, claro está, pues las visitas privadas son precisamente éso, privadas. Pero la visita del Papa no se ajusta en absoluto a ese protocolo, que suele incluir reuniones con el Rey y, en ocasiones, el Presidente del Gobierno, una comida o cena oficial, alguna visita turística y una agenda de trabajo variable.

El Papa no ha venido a ocuparse de las relaciones entre el Reino de España y el Estado Vaticano. Ha venido exclusivamente a actos de carácter religioso; en la terminología eclesial, ha venido como pastor de la Iglesia universal a encontrarse con sus ovejas de las iglesias particulares de Santiago y Barcelona (de Galicia y Cataluña, de España, este punto no es relevante).

Dado que los Reyes de España son católicos no es extraño que asistiesen a una ceremonia de la religión que profesan, más todavía cuando, en definitiva, quien la presidía tiene también la condición de Jefe de Estado. Pero, ¿por qué había de asistir quien no profesa tal religión? Si el Papa quería reunirse con el Presidente del Gobierno español, lo procedente era que le invitase a una reunión; si Zapatero quería hablar con el pontífice, debía solicitar una audiencia.

La presencia de tantos notorios ateos, agnósticos o indiferentes en la ceremonia de la Sagrada Familia y las críticas por la ausencia de Zapatero ponen de manifiesto que, para mucha gente, la Iglesia católica forma parte de las instituciones políticas de España. Que, para ellos, reyes y gobernantes han de rendir pleitesía al Obispo de Roma, cuya tiara está decorada con tres coronas, para hacer patente su superioridad sobre reyes y emperadores.

Y que para la jerarquía católica también es así. Que el da mihi animas, caetera tolle no va con ellos, sino que se consideran parte de la estructura institucional del poder político, como siempre han sido.

¿Quién decidió las personas que habían de ser invitadas a la consagración de la Sagrada Familia? Parece evidente que, si no lo hizo la Iglesia (la Secretaría de Estado vaticana, la archidiócesis de Barcelona) al menos debió ser consultada y dar su visto bueno. O sea, que aceptó la presencia de personalidades que claramente no estaban interesadas en el aspecto religioso de la ceremonia (que se supone que debía primar), sino en sus posibles repercusiones políticas, económicas o de imagen.

Esta acepción de personas parece que no cuadra bien con una Iglesia que predica la hermandad de todos los seres humanos como hijos del mismo Padre. Por ello creo que las críticas deben dirigirse también al Vaticano, que se preocupa demasiado de cuestiones puramente terrenales.

lunes, 1 de noviembre de 2010

A vueltas con la pederastia

En parte tiene razón Antoni Puigverd en su artículo "La doble moral y la burla", publicado hoy en "La Vanguardia". Nuestra sociedad, o muchos de sus componentes, toleran y aun alaban en "los suyos" lo que denigran y condenan en "los otros".

Así, los sedicentes progresistas condenan la manifestación de Sánchez Dragó de haber practicado el sexo con niñas de trece años, cuando no han hecho aspaviento alguno ante declaraciones u otras manifestaciones proclives a la pederastia procedentes de artistas de izquierda. Inversamente, Esperanza Aguirre, firme defensora de la moral católica, es particularmente comprensiva con Sánchez Dragó.

En esta materia, las cosas están muy claras. La pederastia debe condenarse siempre y los pederastas, incluido el propio Sánchez Dragó deben ser tratados, sencillamente, como apestados. Sólo si muestran arrepentimiento pueden ser aceptados de nuevo en la sociedad, y éso de forma condicional, siempre que no reincidan.

Ahora bien, en el caso de la Iglesia católica hay que distinguir dos cosas: lo anterior vale para los curas pederastas. No debe haber distinción. Pero la doble moral resulta especialmente rechazable en la jerarquía eclesiástica. Y éso es, exactamente, lo que revela el tratamiento tradicional de los casos de pederastia sacerdotal por parte de los Obispos y superiores religiosos.

Quienes no dudaban en condenar a los laicos (al menos si no tenían mucho poder) por sus conductas en materia de sexualidad, sin mostrar ninguna flexibilidad (negar la comunión a divorciados, expulsar a profesores de religión que osaban "vivir en pecado" o contraer matrimonio civil) trataron siempre de ocultar y minimizar los abusos cometidos por clérigos sobre menores, pese a que la doctrina cristiana condena, sin ambages, tales actos.

La razón aducida era "evitar el escándalo". En otros términos, procurar que nadie conociese la verdad, lo que equivale a decir una mentira (sutilezas jesuíticas aparte). ¿Por qué? En mi opinión, para proteger la imagen de la Iglesia y de sus sacerdotes, como seres más santos y más sabios que los meros laicos, en frase de quien la Iglesia venera como san Josemaría Escrivá de Balaguer, "la clase de tropa".

La doble moral es condenable siempre. Pero La Iglesia, que se arroga el derecho a juzgar y condenar a los otros, haciéndolo además en nombre de Dios, no puede permitirse tales flaquezas. Los sacerdotes, pueden caer, pueden pecar; aunque a regañadientes, la jerarquía admite que son sólo hombres, iguales en esencia a los demás. Pero la cúpula, el Papa y los Obispos que afirman ser infalibles por asistirles la tercera persona de la Santísima Trinidad cuando enseñan de manera concorde una doctrina, no pueden actuar en contra de sus propias enseñanzas de manera uniforme. Al menos impunemente.

Benedicto XVI ha adoptado medidas respecto de los pederastas; ha establecido la forma en que las Iglesias particulares deben tratar los casos de pederastia en que los autores sean clérigos, totalmente opuesta a la tradicional. Pero aún no ha explicado por qué la Iglesia, que pretende estar en posesión de la Verdad revelada por Dios mismo, actuaba en cuestiones tan serias de forma totalmente contraria a la que ahora reconoce como correcta y adecuada a la doctrina.

¿Tiene que reconocer que se equivocaron?¿Que la jerarquía eclesiástica abandonó el camino recto por un ídolo, el prestigio, el poder? Si lo hace, ¿puede mantener la arrogancia de quien está en lo cierto?

Sólo veo una posibilidad: un severo examen de conciencia de la estructura jerárquica de la Iglesia. El reconocimiento de que son buscadores de la Verdad, no poseedores de la misma. Y mostrar en su conducta que han aprendido a ser más humildes. Sus enemigos no dejarán de echarles en cara sus contradicciones. Se han exaltado hasta el límite, por éso son humillados con especial saña.