sábado, 7 de febrero de 2009

Curas pederastas

Comprendo perfectamente que un sacerdote tenga una relación con una mujer. Lo que no puedo admitir es que luego pretenda dar lecciones a nadie en materia de moral sexual. Menos aún puedo entender que haga lo mismo un pederasta.

Ahora bien, ésa ha sido precisamente la conducta preconizada por la jerarquía eclesiástica: ocultar los hechos y seguir aferrándose a una supuesta superioridad moral. Porque en ésta radica, a mi juicio, la explicación.

La Iglesia ha pretendido siempre que sus sacerdotes y obispos sean vistos como seres superiores a los simples hombres, casi como ángeles corpóreos. De ahí que utilicen o hayan utilizado ropas especiales, una lengua sagrada, títulos rimbombantes: reverendo padre (justo quien no debe tener hijos), Ilustrísima, Eminencia, Santidad; unas muestras de respeto que a nadie más se deben (a un sacerdote se le besaba la mano; a un obispo, el anillo ¡haciendo una genuflexión!). Naturalmente, esta pretensión nunca se ha expresado; tal vez, incluso, sea inconsciente, pero resulta evidente.

El celibato sacerdotal es un elemento clave en esta ficción: el sacerdote debía ser visto como alguien que está por encima de los impulsos más fuertes de los seres humanos (y de todo el reino animal), alguien inmune al deseo sexual o que lo domina. El razonamiento sería el siguiente: Jesús fue célibe (según enseña la Iglesia); Jesús era superior a los hombres (era Dios). Los sacerdotes son célibes, luego...

El objetivo es mantener el control del clero sobre la Iglesia y el ascendiente sobre la sociedad. Que un seglar, por virtuoso que sea y por amplia que sea su formación, quede en una posición siempre secundaria ante el clérigo, cuya virtud es automáticamente superior por el celibato. De ahí la importancia de sostener que Jesús fue célibe, lo que no ha sido probado (como no se ha probado que fuese casado: simplemente ignoramos su estado civil).

Naturalmente, las infracciones del celibato deben ser ocultadas, pues ponen en peligro este mito de la superioridad del clero. Y los casos de sacerdotes pederastas deben ser ocultados con especial cuidado, ya que la pederastia es algo extremadamente bajo y, por tanto, pone de manifiesto que el sacerdote no es superior a los demás hombres: si lo fuese, no tendría ninguna dificultad en evitarla.

Curiosamente, este mito puede ser, en parte, culpable de los casos de sacerdotes pederastas, cuyo número, por reducido que sea en términos absolutos, es sorprendentemente elevado dada la doctrina de la Iglesia en materia sexual. ¿No será que jóvenes católicos que sienten que su sexualidad no se ajusta a los cánones de la Iglesia ven reforzada su vocación por la promesa (implícita en el mito) de que si se convierten en sacerdotes lograrán controlar sus deseos? El mito, en lugar de alejarles del sacerdocio, como debiera suceder, les atrae a él. Naturalmente, una vez han cantado misa, descubren que la sotana no es una protección contra el deseo, que han de combatir todos los días igual que si hubiesen sido seglares. Y, además, sus funciones les ponen frecuentemente en contacto con menores, cuyos padres confían en ellos también influidos por el mito.

Cuidado: no sostengo que este sea el caso de todos los sacerdotes. No pretendo negar ni la fe ni la vocación de entrega de muchos sacerdotes, al menos en un principio, incluso de los que han caído en la pederastia. Sólo apunto una posible explicación de la contradicción que supone que la Iglesia haya tratado activamente de proteger a delincuentes que han cometido un crimen que, en teoría, considera especialmente odioso y que hayan surgido tantos casos precisamente entre quienes debieran ser menos proclives a ese delito. Quizá, si llegan a leer estas líneas, quienes dirigen la Iglesia, en lugar de condenar, como suelen hacer, debieran reflexionar.

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